Cada vez es más evidente que nuestro sector agropecuario padece una negativa dualidad, entre unos ámbitos en crecimiento y otros en virtual parálisis. Esta fractura en proceso ha tendido a agudizarse; por ello, debe ser considerada con gran cuidado, visión y afán de solución; también, con sentido de urgencia. Sus efectos son tanto económicos como sociales, y profundizan males de pobreza, precariedad y desigualdad. Tienen rostros humanos y deterioran nuestra cohesión como país.
En el polo positivo está el sector volcado a la exportación. A pesar de vientos en contra, tanto internos como externos, mantiene razonable dinamismo. Incluye productos como la piña, el banano y algunos tubérculos, generalmente cosechados en grandes extensiones por empresas con músculo técnico y financiero, y con un contingente laboral esencialmente asalariado.
El polo negativo lo ocupa el conjunto orientado al mercado local. En promedio, sus productores son mucho más pequeños y sustancialmente más numerosos, débiles en recursos, necesitados de apoyo técnico y expuestos a un cúmulo de severos problemas, sin solución a la vista.
Es este grupo, amplio en cantidad y extendido en su huella geográfica y aportes económicos familiares y regionales, el que se encuentra en crisis. De aguda ha pasado a ser crónica, como expusimos en un reciente reportaje. El gran riesgo es que, en corto tiempo, se convierta en terminal.
La revaluación del colón actúa como un acelerador general de desafíos para ambos conjuntos. A los exportadores los obliga a competir en otros mercados frente a países con monedas más equilibradas –o incluso artificialmente devaluadas–, que los ponen en desventaja. Además, como reciben dólares por los productos que venden en el exterior, pero la mayoría de sus costos son en colones, cada vez sienten un mayor estrujamiento en sus balances económicos, al igual que ocurre, por ejemplo, con el turismo.
También se han visto afectados por la errática política comercial de Estados Unidos, principal mercado para sus ventas, actualmente envuelta en el proteccionismo. Aunque los aranceles decretados al inicio del gobierno de Donald Trump serán eliminados para muchos productos agropecuarios, podrían reactivarse en cualquier momento.
A los productores de base local que deben competir con las importaciones, la revaluación monetaria les eleva comparativamente sus precios, mientras los de sus competidores externos se abaratan. Y los costos de producción se hacen más onerosos en vista de su menor escala y cargas sociales.
Otro factor que ha incrementado la competencia agrícola en el mercado interno es la desgravación creciente o total de productos como la papa y la cebolla, debido a tratados de libre comercio con países que los producen, en los que se estableció un calendario en tal sentido. Es decir, desde que se firmaron, se sabía cuándo entrarían en vigencia, pero la preparación local fue muy poca.
Añadamos a lo anterior los severos rezagos en infraestructura, que nos afectan a todos; la excesiva ineficiencia de las instituciones –en particular, el Ministerio de Agricultura y Ganadería (MAG)–, responsables de acompañar a los pequeños productores en su mejora tecnológica o transición hacia otros cultivos, y su dificultad para acceder al crédito y adecuados seguros de cosechas.
Resultado: una fuerte caída en ventas, que se traduce en menor empleo y hasta reducción en las áreas de cultivo de ocho productos, incluso banano y café. Es algo de lo que se ha informado extensamente en los últimos meses, y a lo que nos referimos en un editorial a inicios de setiembre.
Según datos de la Promotora de Comercio Exterior, entre 2023 y 2024, las importaciones de papa, medidas por peso, crecieron 31%; las de cebolla, 403%; las de zanahoria, 194%, y las de tomate, 1.451%. En el caso del arroz, las compras al exterior casi se duplicaron entre 2022 –cuando el gobierno anunció un cambio de política arancelaria, la llamada “Ruta del arroz”–, y 2024.
Durante la presente administración, todos los anteriores problemas se han acentuado. La apertura al diálogo no existe y ha sido sustituida por hostilidad hacia los sectores que reclaman por sus malas condiciones. Como dijo Óscar Arias Morera, presidente de la Cámara Nacional de Agricultura, las instituciones responsables de impulsar soluciones, andan “cada una por su lado”, y “no hay una política en apoyo a la producción nacional”.
El efecto es particularmente negativo entre los más pequeños y agudiza la dualidad. Peor aún, si no se detiene, a las graves consecuencias ya manifiestas se añadirá otra: el posible colapso de ámbitos productivos que, una vez eliminados, difícilmente se podrán reactivar.
