Los atentados criminales contra aspirantes a la presidencia constituyen un extremo inaceptable de la violencia política. Si bien sus blancos, y también víctimas más directas, son personas, el impacto se extiende a un aspecto esencial de la democracia sin el cual todos los demás pierden sentido: hacer campaña y competir sin temores a la integridad durante los procesos electorales. Por esto, adquieren una enorme –y demoledora– trascendencia.
En su abundante historial latinoamericano, del que todos debemos sentirnos avergonzados, Colombia ha sido la principal víctima. El asesinato del candidato liberal Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948, fue la chispa que desató “el bogotazo”, un episodio de convulsión que conmovió los cimientos de la sociedad, con mutantes consecuencias que se han extendido por décadas. El 9 de agosto de 1989 le tocó el turno a Luis Carlos Galán, de su misma divisa política, abatido por sicarios bajo contrato de Pablo Escobar, el capo narcotraficante más destructivo en la historia del país. El 2 de noviembre de 1995, el conservador Álvaro Gómez Hurtado también fue asesinado. Las circunstancias no han sido esclarecidas totalmente, pero generaron una conmoción nacional, con sobradas razones.
La lista de antecedentes incluye al menos otros dos casos en países distintos: en México, el de Luis Donaldo Cosio, candidato reformista del entonces dominante Partido Revolucionario Institucional (PRI), el 23 de marzo de 1994; en Ecuador, el 9 de agosto de 2023, el de Fernando Villavicencio, candidato por los movimientos Construye y Gente Buena, quien había convertido la lucha contra el narcotráfico en eje de su campaña.
El sábado le tocó el turno, de nuevo en Colombia, al joven senador Miguel Uribe Turbay, precandidato del partido centroderechista Cambio Democrático para las elecciones del próximo año, quien aún se debate entre la vida y la muerte en un hospital de Bogotá. Su caso tiene particular simbolismo: además de ser nieto del expresidente conservador Julio César Turbay, su madre Diana, una destacada periodista, fue secuestrada y asesinada en 1990, también por órdenes de Escobar, cuando Miguel apenas tenía cuatro años.
El actor material del atentado fue un sicario menor de 15 años, quien le disparó con precisión a la cabeza durante una concentración al aire libre. Permanece bajo custodia de las autoridades, mientras se realizan ingentes esfuerzos por precisar elementos clave del ataque.
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La incógnita más importante se refiere a sus autores intelectuales, particularmente, si están vinculados con la delincuencia organizada o, más bien, con otros actores políticos o movimientos insurgentes. La siguiente, estrechamente relacionada, es aclarar las circunstancias del hecho y si pudo haber existido complicidad de parte de las unidades especializadas en proteger a políticos con alto riesgo. Aparentemente, el anillo de seguridad alrededor de Uribe Turbay era muy débil e, incluso, se había reducido antes del intento criminal.
Son vacíos de información que no podrán llenarse con rapidez y que, entretanto, alimentan todo tipo de rumores en una sociedad de sobra traumada por la violencia del pasado, y que vive en la actualidad una crispación sin precedentes en muchos años. Por esto, si alguna certeza existe, es que el intento de asesinato se ha producido en medio de un clima de virulencia política y social que, aunque no necesariamente lo explique de manera directa, sí constituye un caldo de cultivo propiciador de múltiples formas de violencia.
Esta inquietante situación no tiene un solo responsable. Sin duda, el presidente izquierdista Gustavo Petro, más pródigo en retórica inflamada que en logros tangibles, lo ha llevado a extremos. El más reciente impulso fue la publicación de un decreto convocando a un referendo sobre una reforma laboral, algo que, según la Constitución, necesita la venia del Senado. Además, desató una andanada de insultos contra los opositores de esta maniobra y, en general, de su gobierno. Estos, por su parte, a lo largo de varios meses han emprendido campañas de descrédito en su contra y casi todos sus partidos, en conjunto mayoritarios en ambas cámaras del Congreso, no han vacilado en torpedear los proyectos presidenciales, incluso los sensatos.
El atentado contra Uribe Turbay ha tensado aún más este panorama de conflictos. Hoy Colombia vive una coyuntura claramente peligrosa para la institucionalidad democrática. Quizá tal haya sido la intención de sus autores intelectuales. Ante esta, lo que corresponde de parte de los líderes políticos, sociales, empresariales y gremiales, es rechazar radicalmente la violencia, bajar el nivel de tensión, reconocer sus faltas en propiciarlo mediante discursos de odio, y así, al menos, garantizar un proceso electoral que transcurra con normalidad el próximo año.
