
Un país pequeño, con limitadas condiciones económicas, escasa influencia en la toma de decisiones globales y sin ejército, ha dependido durante décadas de un orden mundial basado en reglas y principios; de la cooperación y la solidaridad entre las naciones, y del respeto al derecho internacional. Esa realidad aplica a todos los ámbitos y es especialmente cierta en el comercio internacional, donde nuestra supervivencia y posibilidades de crecimiento están directamente ligadas a la capacidad de integrarnos a los mercados mundiales.
No sorprende, por ello, que Costa Rica haya sido una abanderada del sistema multilateral de comercio –primero, institucionalizado en el GATT y, desde 1995, en la Organización Mundial del Comercio–, así como de la red de acuerdos regionales y bilaterales que se empezó a tejer con la creación del Mercado Común Centroamericano en la década de 1960 y se expandió con vigor desde finales del siglo pasado. Esta plataforma comercial articuló un conjunto de reglas claras y procedimientos eficaces de resolución de controversias, que han brindado predictibilidad y seguridad jurídica a inversionistas, exportadores, importadores y consumidores.
En el caso particular de EE. UU. –nuestro principal socio comercial, turístico y de inversiones–, lo lógico, conveniente y razonable fue buscar, como en su momento se logró, un acuerdo que consolidara los derechos y obligaciones de las partes. Es decir, un instrumento jurídico que, por muchas razones y pese a las limitaciones del derecho internacional, resultaba mucho más robusto y otorgaba garantías muy superiores a las que unilateralmente concedía la Iniciativa de la Cuenca del Caribe, que lo antecedió.
Los resultados positivos de esa decisión están a la vista, como destacó un reportaje de este medio el pasado lunes: las exportaciones del país se triplicaron durante los 16 años de vigencia del tratado y los flujos de inversión provenientes de EE. UU. no han cesado, lo cual ha constituido uno de los principales motores de crecimiento de nuestra economía y de generación de empleo bien remunerado. Incluso las “concesiones” que fue necesario otorgar a cambio del acceso preferencial al mercado norteamericano –la apertura en seguros y telecomunicaciones– han redundado en nuestro innegable beneficio: mayor inversión, más competencia y, especialmente, una mejora en la disponibilidad y calidad de los servicios ofrecidos a los consumidores.
Así, es válido preguntarse en qué condiciones quedamos y qué podemos hacer ahora que la política arancelaria del presidente Trump ha socavado, como un terremoto imprevisto, las bases de nuestra infraestructura comercial, tanto a nivel multilateral como bilateral.
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Sería ilusorio sostener que todo sigue igual y negar que esas decisiones han minado de manera drástica la confianza en su país, así como el valor del tratado vigente y de cualquier acuerdo futuro. Pacta sunt servanda, reza un viejo aforismo jurídico (los acuerdos son para cumplirse). Si una de las partes viola injustificada, flagrante e impunemente sus obligaciones, la naturaleza y validez mismas del instrumento quedan en entredicho. En este sentido, el daño ocasionado por Trump es irreparable y sus repercusiones aún no terminan de dimensionarse.
Con todo, al país no le queda otra alternativa que intentar recomponer la relación con EE. UU., mitigar el perjuicio y procurar reducir el arancel del 15%, para, al menos, equipararlo con el aplicado a los países con los que competimos. Idealmente, esta negociación debería enmarcarse en los foros y procedimientos contemplados por el CAFTA, a fin de evitar que el acuerdo termine siendo letra muerta incluso en la normativa no arancelaria que contiene.
Al mismo tiempo, el país debe continuar su proceso de negociación y acercamiento con los países del Tratado Integral y Progresista de Asociación Transpacífico (CPTPP, por sus siglas en inglés), como un mecanismo para forjar nuevas alianzas y abrir mercados, una alternativa indispensable para atenuar la dependencia actual del mercado estadounidense. Asimismo, conviene estrechar aún más los vínculos con la Unión Europea, dado el papel relevante que puede desempeñar –junto con otros actores clave– en la conformación de acuerdos plurilaterales que amortigüen el golpe asestado al sistema multilateral.
Internamente, como hemos señalado en otras ocasiones, la agenda pendiente para mejorar la competitividad del país es pesada y compleja. Sería irreal esperar que el actual gobierno, por sí solo, la saque adelante en los pocos meses que le restan. Pero sí podemos exigir que se siente con los principales actores políticos y sociales para construir un plan de emergencia que permita avanzar con rapidez en las acciones y proyectos más urgentes.
El panorama que enfrentamos es complejo y peligroso. Exige humildad y un cambio de actitud del gobierno, generosidad de todos los actores y el concurso de las mejores mentes. No hay tiempo que perder.