Son muchos los ejemplos de la forma evasiva, inconexa y errática con que el Poder Ejecutivo ha manejado el tema de la seguridad ciudadana. No sabemos si esta actitud surge de la intención, la impericia, el desdén, el desorden o el descuido. Sin embargo, múltiples casos la reflejan.
Actuar por impulsos o simple reacción, no planificación. Sacudirse de sus enormes responsabilidades en el deterioro que experimentamos. Atribuir a terceros las fallas que le son propias. Negarse a coordinar con otros poderes del Estado. Anunciar estrategias que no se evalúan y quizá ni se aplican. Reducir la inversión en prevención. Retener presupuestos ya aprobados para el Organismo de Investigación Judicial (OIJ). Retirar el equipo especializado en detección de narcotráfico en Bahía Drake. Cambiar las funciones de la Policía de Control de Drogas. Y en el extremo más insensible, tratar con frivolidad el impacto de la violencia.
“Se matan entre ellos”, frase del presidente Rodrigo Chaves para referirse a la ola de homicidios que ha golpeado al país, resume con crudeza su equivocado abordaje.
Estos ejemplos y su inevitable incidencia en la realidad cotidiana, explican, en buena medida, dos revelaciones del más reciente estudio de opinión pública elaborado por el Centro de Investigación y Estudios Políticos (CIEP) de la Universidad de Costa Rica. Un 45% de los adultos encuestados, el mayor porcentaje registrado hasta ahora, califica la inseguridad como el principal problema nacional, y 70,2% dijo que tiene muy poca o ninguna confianza en la capacidad del gobierno para resolverlo.
Dos decisiones recientes, que se suman a los ejemplos ya mencionados, reflejan de manera concreta las falencias y contradicciones del accionar gubernamental en la materia. Se refieren a ámbitos de gran importancia para cualquier política de seguridad: los allanamientos sin horario y la ampliación de la infraestructura penitenciaria para hacer frente a su sobrepoblación.
En ambos casos, ha sido la Asamblea Legislativa la que, gracias a su actuación, ha enderezado los descalabros del Ejecutivo.
La autorización para permitir allanamientos las 24 horas, y no solo entre 6 a. m. y 6 p. m. como ocurre ahora (salvo casos excepcionales), fue aprobada en segundo debate por 33 diputados el pasado 29 de abril. En el primero, cinco días antes, había contado con la unanimidad de los 43 presentes. Y si bien en la primera votación contó con el apoyo de la fracción oficialista, en la segunda se lo quitaron. El presidente Chaves lo vetó el 14 de mayo. El texto en que comunicó su decisión citaba presuntos roces de inconstitucionalidad. Sin embargo, lo que pareciera ser la razón más poderosa quedó de manifiesto en sus declaraciones: “Uno no les da armas a animales ponzoñosos”, dijo entonces en referencia al OIJ y la Fiscalía. Es decir, colocó sus irracionales antipatías por delante de una herramienta fundamental para combatir la delincuencia.
Además de lo anterior, congeló la iniciativa e impidió su posible resello legislativo, entre mayo y julio, durante las sesiones extraordinarias en que el Ejecutivo controla la agenda. Al fin, el 9 de este mes, 43 legisladores lo resellaron, y ¡sorpresa!, entre ellos estuvieron los oficialistas. En síntesis: sí primero, no después, veto entonces y de nuevo sí a un mismo texto. Las contradicciones y la falta de coordinación entre la Presidencia y sus diputados, reflejo de la errática política de seguridad, quedó claramente de manifiesto.
La historia alrededor de los centros penales es más enrevesada aún; una sorprendente cadena de contradicciones en medio de anuncios rimbombantes y propuestas diferentes.
Desde julio del año pasado, el gobierno ha pasado por múltiples versiones. Primero, la propuesta de construir cárceles de carpas. No existía respaldo técnico para respaldarla, y además fue cuestionada, entre otros, por el director de la Policía Penitenciaria y el viceministro de Justicia y Paz, Exleine Sánchez, destituido como represalia. Pero, por un par de meses, el gobierno insistió en ella.
La iniciativa desapareció como por arte de magia. Se anunció entonces la construcción de una “megacárcel”, inspirada por el depósito de seres humanos en que el presidente salvadoreño, Nayib Bukele, ha convertido la suya. Y de manera casi delirante, la promesa fue que, una vez seleccionado el terreno, y gracias a planos que donaría el autócrata, quedaría lista en 195 días, ni más ni menos.
Pero vino una aclaración: la nuestra no tendría capacidad para 40.000 reclusos, sino 5.100; es decir “semi-mega”. Sin justificación razonable, el proyecto fue declarado confidencial. Ahora se presenta como algo más modesto: una ampliación del penal La Reforma, en cuyos terrenos estará ubicado, y quizá su capacidad sea mucho más reducida. Si al fin contará con presupuesto, se debe a que, el mismo día en que resellaron el proyecto sobre allanamientos, los diputados autorizaron ¢7.800 millones para su construcción, que se sumarán a partidas trasladadas de otros destinos.
Quizá ahora el gobierno al fin pueda diseñar y construir la infraestructura carcelaria: sin carpas, sin prefijos “mega” y con apego a la realidad. Será una buena noticia en los esfuerzos por combatir la delincuencia. A esto se sumará algo aún más importante: la posibilidad de los allanamientos 24/7, pese al rechazo presidencial. En ambos casos, la Asamblea Legislativa, no el Ejecutivo, ha actuado con gran responsabilidad.