
El debate sobre sacar a la Sala Constitucional del Poder Judicial regresó al escenario político con propuestas de cuatro candidatos presidenciales que impulsan convertirla en un tribunal autónomo. En teoría, la idea parece atractiva: mayor independencia, imparcialidad y una separación más tajante entre la justicia constitucional y el resto del Poder Judicial. Pero pasar del plano conceptual al político es otra cosa. El país no atraviesa tiempos de serenidad institucional ni de confianza entre poderes, y reformas de este calibre exigen suma prudencia.
Para comenzar, serían los diputados quienes definirían la separación mediante una reforma constitucional inevitablemente expuesta a intereses partidarios. Nada garantiza que la discusión se guíe por criterios técnicos y no por resentimientos acumulados contra un tribunal que, desde 1989, ha frenado abusos, corregido excesos y obligado a gobernantes y jerarcas públicos a ceñirse a la Constitución. En un contexto donde algunos hablan incluso de “una limpia del Poder Judicial”, el riesgo de moldear un Tribunal Constitucional a la medida de intereses políticos es alto. Solo ese hecho justifica cautela extrema.
Además, las ideas puestas en la mesa no resuelven el problema de fondo. Separar a la Sala IV no aliviaría su saturación ni mejoraría su eficiencia. Peor aún, podría generar un serio conflicto presupuestario. Si la Sala se convierte en órgano autónomo, en otro poder de la República, los recursos que hoy financian su operación dejarían un vacío en el presupuesto del Poder Judicial. La Corte exigiría que se reponga ese dinero y se abriría un pulso político y fiscal innecesario en un momento de restricciones fiscales y de un Poder Ejecutivo reacio a ampliar partidas.
La realidad es que la Sala IV sí necesita aliviar su carga. En 2024 ingresaron 38.484 expedientes, de los cuales 33.396 fueron recursos de amparo (86,8%). Esa cifra es materialmente insostenible. La Sala fue concebida para asuntos de alta relevancia constitucional, no para absorber la totalidad de quejas cotidianas del país. Convertirla en tribunal autónomo sin modificar las reglas de acceso solo trasladaría el problema a otra oficina, pero no lo resolvería.
Por eso, una alternativa más sensata sería introducir reglas claras para definir qué casos deben llegar a la Sala y cuáles pueden ser atendidos por otros órganos. Eso, sumado a la creación de tribunales de garantías, como sugiere el presidente de la Sala, Fernando Castillo, lograría desconcentrar la labor sin debilitar el control constitucional, que es uno de los pilares de nuestro Estado democrático.
El contexto político torna aún más delicado este debate. Costa Rica afronta un momento en que los abusos desde el poder han aumentado; ciertos políticos tienen la estrategia de descalificar los organismos de control, y la polarización empuja agendas personalistas en detrimento de la institucionalidad. En medio de ello, la Sala IV ha exigido respeto a la Constitución cuando algunos preferirían actuar sin contrapesos. Reformar en un clima así es peligroso.
Vale recordar que fue la Sala IV la que convirtió en realidad derechos antes meramente declarativos como el acceso a la información pública, protección ambiental, atención en salud, el debido proceso, educación, derechos de poblaciones vulnerables, control de arbitrariedades del Ejecutivo, de municipalidades e instituciones autónomas. Sus sentencias incomodan, porque cumple su función de controlar el poder.
Si un cambio responde más a la irritación que a un análisis técnico, el riesgo es que termine siendo una reforma motivada por revancha. Por eso, ante el resurgimiento de la propuesta por parte de los candidatos Ariel Robles, del Frente Amplio; Eliécer Feinzaig, del Liberal Progresista; Fernando Zamora, de Nueva Generación, y Laura Fernández, de Pueblo Soberano, lo prudente es seguir la ruta propuesta por el magistrado Castillo: defender la jurisdicción constitucional existente y desconcentrarla, creando tribunales de garantías que permitan resolver la saturación sin desmantelar un pilar fundamental del Estado de derecho.
Otro riesgo es el punto de partida del debate. Se promete que la reforma garantizaría mayor independencia e imparcialidad, pero nadie ha logrado demostrar, con pruebas y no con decires, que la Sala IV carezca de ella. Por eso, esta discusión no puede construirse sobre sesgos, sospechas sin verificar o prejuicios gratuitos; debe sustentarse en evidencia, técnica y responsabilidad, no en frustraciones frente a fallos que han protegido derechos y límites constitucionales.
Y algo que debe quedar claro desde un principio es que cualquier reforma que debilite el control constitucional, que lo haga vulnerable a la manipulación o ponga en duda su independencia, no constituye modernización, sino retroceso democrático. Y los retrocesos institucionales, una vez consolidados, rara vez se pueden revertir.
La Sala IV ha demostrado durante más de tres décadas, que sirve al interés nacional. Además, lo que funciona bien –especialmente cuando protege a la ciudadanía del abuso del poder– conviene no tocarlo, más si el cambio puede abrir la puerta a algo peor.
