Llegó el momento de que el Estado se blinde frente a los intentos del crimen organizado para acceder o influir en altos cargos públicos. No se trata ya solo de sospechas, sino de una amenaza real, confirmada por hechos.
Ante esa realidad, los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial deben actuar de forma coordinada para fortalecer los filtros de acceso, estableciendo controles precisos que verifiquen antecedentes judiciales, éticos y patrimoniales, y que detecten vínculos personales, políticos o económicos que puedan comprometer la independencia de los jerarcas.
En este marco, es indispensable que la Contraloría General de la República revise si la ley contra el enriquecimiento ilícito y el sistema de declaraciones juradas de bienes cumplen su propósito de detectar señales tempranas de corrupción o crecimiento patrimonial injustificado. Si no es así, corresponde proponer reformas que refuercen la capacidad preventiva.
Las acciones son insoslayables al repasar el caso de Celso Gamboa. Su vertiginoso ascenso a altos cargos en apenas siete años, y su caída, al ser requerido ahora por Estados Unidos por presunto narcotráfico y lavado de dinero, debe marcar un punto de inflexión. En el 2011, de ser un joven fiscal en Limón, pasó, meteóricamente, a viceministro, ministro de Seguridad Pública, jefe de la Dirección de Inteligencia y Seguridad Nacional (DIS), fiscal adjunto y, finalmente, magistrado de la Sala III, hasta su destitución en el 2018. Ese súbito ascenso evidencia los riesgos de no tomar con rigurosidad los nombramientos.
La Asamblea Legislativa debe hacer un mea culpa y un examen de conciencia sobre sus formas de elección. Fueron los diputados, en el 2016, quienes lo colocaron en la Sala Penal, y hoy se encuentran en proceso de elegir a un magistrado en ese sensible tribunal. No pueden fallar. Se requiere una selección basada no solo en credenciales académicas y experiencia, sino en principios sólidos como independencia de criterio, integridad, firmeza y ausencia de ataduras político-partidistas, tal como lo advertimos en el editorial de este jueves.
Otorgar poder a personas sin la madurez para ejercerlo con responsabilidad es una receta para el abuso. El poder mal usado se vuelve adictivo y peligroso para la institucionalidad. Por eso, la madurez ética y emocional debe ser otro criterio imprescindible.
El Poder Judicial también debe someter sus procesos a estándares estrictos de idoneidad. El Informe Estado de la Justicia 2022, que tanto incomodó a la Corte Plena, evidenció que más del 80% de los jueces habían sido designados sin contar con las mejores calificaciones, lo cual genera vulnerabilidades frente a posibles actos de corrupción.
Esta debilidad se ha evidenciado con jueces vinculados a estructuras criminales, como en el Caso Madre Patria, relacionado con lavado de dinero, o el de la funcionaria judicial detenida por liberar, presuntamente a cambio de ¢20 millones, a un acusado de traficar dos toneladas de cocaína. Cerrar portillos es una obligación.
El Poder Ejecutivo también debe verificar los antecedentes judiciales, financieros y personales de quienes designa en altos cargos. Una omisión grave ocurrió en febrero, cuando el presidente ejecutivo del Inder fue destituido apenas una semana después de su nombramiento, al conocerse que, en el 2021, el OIJ le intervino siete llamadas con el presunto líder del Caso Azteca (narcotráfico y lavado). Aunque no fue acusado porque la entrega de droga no se concretó, apareció como sospechoso. Resulta incomprensible que ni la DIS –encargada de brindar inteligencia al presidente– haya alertado sobre este vínculo. Fueron La Nación y Telenoticias, no el sistema institucional, los que dieron la alerta.
Un caso similar ocurrió en el 2023 con el entonces presidente ejecutivo del Instituto Costarricense de Puertos del Pacífico (Incop), a quien el presidente Rodrigo Chaves debió pedir la renuncia tras revelarse, en una investigación de La Nación, que facilitó una reunión entre un abogado –en ese momento investigado por el Caso Corona– y jerarcas del Incofer.
A estas fallas en el Ejecutivo se suman los intentos del crimen organizado por infiltrar gobiernos locales. En el Caso Corona (tráfico de cocaína líquida), el OIJ intervino conversaciones en las que los sospechosos discutían sobre financiar campañas electorales para colocar alcaldes afines en cantones estratégicos.
Otro lamentable caso es el de una candidata y hoy alcaldesa que fue grabada por el OIJ en una llamada con un autobusero, en la que coincidió en que era “mejor” recibir dinero en efectivo para su campaña con el fin de no dejar rastro. El empresario aparece ahora investigado en el Caso Richter, por presunto lavado de dinero, y la donación no está registrada en el TSE.
Aunque estos casos han sido expuestos públicamente, resultaría ingenuo creer que son los únicos. Justamente por eso, es indispensable una acción coordinada entre los tres poderes de la República para establecer estándares comunes de integridad y mecanismos de verificación cruzada. Es un hecho que la inacción y la falta de reformas solo abren puertas para que el crimen organizado acceda a altos cargos.
