El debate sobre la seguridad ciudadana se centra en el aumento de las penas, la reducción de los beneficios aplicables a los reos y la celeridad de los procesos judiciales. Esas medidas, incluso las menos polémicas, crearán presión sobre un sistema penitenciario siempre al borde del hacinamiento, cuando no sumido en él. Por eso llama la atención la ausencia de una discusión sobre las cárceles.
El país ya ha tenido experiencias del impacto de reformas legales sobre el sistema penitenciario. La creación de los tribunales de flagrancia, una medida destinada a asegurar la prontitud del fallo cuando el delito es fácil de probar, causó un considerable incremento de la población carcelaria, reveló el Informe Estado de la Justicia, una publicación especializada del prestigioso Programa Estado de la Nación.
Los tribunales de flagrancia no solo juzgan con celeridad a quienes son sorprendidos durante la comisión del delito o inmediatamente después, sino que aumentan las probabilidades de una sentencia condenatoria porque las pruebas, el informe policial y los testimonios se presentan de inmediato ante el juez. Por el contrario, los procesos prolongados a menudo desembocan en la impunidad por extravío de pruebas, pérdida de interés de la víctima, dificultad para localizar testigos y otros factores.
Un efecto similar pueden tener las reformas promovidas por los diputados Gloria Navas, de Nueva República (PNR), y Gilberth Jiménez, de Liberación Nacional (PLN), para aumentar las penas de prisión por posesión y uso de armas ilegales. Las reformas procuran atacar una de las raíces de la creciente ola de violencia.
En muchos casos, la severidad del castigo no es la mejor forma de enfrentar el delito, pero estos proyectos en particular tienen un sentido estratégico. La gran mayoría de homicidios se cometen con armas ilícitas, ya sea porque están del todo prohibidas —como las de guerra— o porque son robadas, adquiridas en el mercado negro o no fueron inscritas.
El decomiso de ese tipo de armas no plantea mayor dificultad para establecer responsabilidades penales y dictar condenas. Si la posesión misma implica riesgo de una severa condena, no cualquiera se animará a armarse. Tener más de tres armas prohibidas se sanciona, en la actualidad, con entre 3 y 6 años de prisión. Los diputados plantean entre 5 y 10 años por poseer dos armas de ese tipo. La pena por introducción y tráfico de armas y materiales prohibidos, hoy fijada en de 3 a 8 años de prisión, aumentaría a entre 6 y 12 años. Introducir clandestinamente armas al país implicaría entre 7 y 14 años, en lugar de entre 3 y 6 años.
El proyecto contempla muchas otras conductas relacionadas con la posesión irregular de armas y en todos los casos aumenta drásticamente las penas, como en los señalados a manera de ejemplo. Eso conducirá al incremento de la población carcelaria, sobre todo cuando la creciente presión sobre los cuerpos policiales intensifique el uso de los nuevos instrumentos legales puestos a su disposición por la Asamblea Legislativa.
Otra reforma ya encaminada en el Congreso facilitaría dictar prisión preventiva contra sospechosos de delitos graves como homicidio, legitimación de capitales o abusos sexuales. La medida será obligatoria cuando haya flagrancia en delitos contra la vida, delitos sexuales y delitos contra la propiedad cometidos con violencia. También cuando haya reincidencia en delitos violentos, cuando se utilice a menores para delinquir y en casos de legitimación de capitales, homicidios, delitos sexuales contra menores, secuestro extorsivo, terrorismo y extorsión, así como delitos contra la propiedad con armas y delitos contra la autoridad pública.
Una de las causas más discutidas y criticadas de la sobrepoblación carcelaria es, precisamente, la prisión preventiva y el número de internos en espera de juicio. Si la reforma prospera, el agravamiento del problema no se hará esperar y el país volverá a enfrentar serios excesos de población penal.
Hablar de ampliar la capacidad del sistema penitenciario no es agradable. Dejar de hacerlo mientras se contemplan reformas capaces de aumentar la presión sobre centros de detención ya sobrepoblados es irresponsable. Puede resultar en violación de derechos humanos, intensificación de la violencia o en órdenes judiciales emitidas para despejar las cárceles por falta de condiciones adecuadas para mantener a los privados de libertad.
