Las Naciones Unidas tomaron dos decisiones de gran trascendencia para la libertad de expresión en 1993. El 5 de marzo, la Comisión de Derechos Humanos (transformada en Consejo en el 2006) estableció una Relatoría Especial para la promoción y protección del derecho a la libertad de opinión y expresión. El 20 de diciembre, la Asamblea General designó el 3 de mayo como Día Mundial de la Libertad de Prensa. Este miércoles llega a su trigésimo aniversario.
La fecha fue seleccionada en honor a la Declaración de Windhoek, un documento de compromiso con la libertad de expresión suscrito por periodistas, funcionarios y activistas africanos el 3 de mayo de 1991 en la capital de Namibia. Al celebrarla, deben movernos tres impulsos: entusiasmo por su existencia, satisfacción por lo que implica y, sobre todo, compromiso con mantenernos activos en la defensa y promoción de una libertad que es piedra angular de la democracia y sustento de otros derechos fundamentales.
La libertad de prensa es la manifestación, desde los medios de comunicación y periodistas, de otra mucho más amplia, a la que está ligada de forma indisoluble: la libertad de expresión. La Declaración Universal de los Derechos Humanos, que el 10 de diciembre cumplirá 75 años, la reconoce en el artículo 19 con estas palabras: “Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión”.
En los 30 años transcurridos desde la declaratoria, los desafíos y agresiones a las libertades de expresión y prensa se diversificaron. Se mantienen muchos de vieja data, como la censura, la persecución y muerte de periodistas, el cierre de medios por parte de regímenes dictatoriales, la acción de la delincuencia organizada, las leyes represivas y la manipulación de pautas publicitarias.
A ellos se han sumado otros, como la manipulación de la verdad mediante la desinformación, la polarización deliberada de los discursos políticos y sociales y la orquestación de mensajes de odio contra periodistas. Esto ha ocurrido en medio del debilitamiento de organizaciones periodísticas tradicionales, debido al impacto de las nuevas tecnologías, sin que hayan surgido aún otras suficientemente robustas para complementarlas o sustituirlas.
Todo lo anterior ha tenido graves repercusiones en múltiples instituciones y normas —formales o informales— en que se sustentan la democracia, el Estado de derecho y los derechos humanos. De ahí que el compromiso por defender e impulsar las libertades de expresión y prensa deba ser una tarea de amplio espectro ciudadano. Son libertades que, directa o indirectamente, nos pertenecen a todos y están en la base del ejercicio cotidiano de la democracia y de la convivencia civilizada.
Por ello, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) definió la celebración de este trigésimo aniversario como “un llamamiento a recentrar la libertad de prensa, así como a los medios de comunicación independientes, pluralistas y diversos, como clave necesaria para el disfrute de todos los demás derechos humanos”.
Tal razonamiento lo hemos entendido y practicado durante décadas en Costa Rica. Por algo nuestro país fue seleccionado por la Unesco, en el 2013, como epicentro para la celebración mundial del vigésimo aniversario del Día Mundial de la Libertad de Prensa. En esa oportunidad, al dirigirse a los delegados que acudieron a nuestro país, la entonces presidenta Laura Chinchilla dijo algo que hoy cobra particular importancia. Al referirse a las relaciones entre gobierno y medios de comunicación, planteó lo siguiente: “A menudo se conducen con tensión, y no han faltado los desencuentros. Estas diferencias a menudo nos inquietan. Sin embargo, sabemos que son parte del ejercicio democrático y las abordamos con respeto y tolerancia”.
Esta reflexión deberían tenerla muy presente el presidente Rodrigo Chaves y varios de sus colaboradores, que hasta ahora han seguido una ruta distinta: de ataques, insultos e intentos de utilizar el poder administrativo del Gobierno para penalizar medios independientes o premiar a los afines. Es una ruta a contrapelo de las buenas prácticas democráticas. De ahí que el renovado compromiso por nutrirlas e impulsarlas sea hoy particularmente importante. Es un deber que corresponde a ciudadanos e instituciones por igual.
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