Precedido por un rótulo con su nombre, cargo y logo del gobierno, con el Pabellón Nacional a la derecha y un broche de ministro en su solapa izquierda, el titular de Comunicación, Arnold Zamora Murillo, nos sorprendió el martes. Para mal.
En un video reproducido por canal 13, emisora estatal, y otras redes, salió a contrarrestar lo que llamó “acusaciones falsas e infundadas en mi contra” (palabras y énfasis suyos) planteadas por otro funcionario a las autoridades competentes. Destacó la adultez del denunciante (25 años), divulgó su nombre y, “viéndolo a la cara”, que en realidad era una cámara, reveló un presunto consumo excesivo de alcohol por ambos y el alquiler de “un cuarto” de hotel para pasar la intoxicación nocturna. Negó, además, la comisión de cualquier delito sexual.
Pero aquí no terminó su arenga. Tras insistir en que el asunto “se trata de mi vida personal y de mi vida privada”, insinuó una “persecución judicial”, anunció que iría a declarar al Ministerio Público, insistió en “mirar a los ojos” (de nuevo, la cámara) del fiscal Carlo Díaz, y le exigió “objetividad” en la investigación. Vino entonces un bombástico cierre, igual al de todas las transmisiones del Ejecutivo, sellado con el logo “Presidencia de la República – Gobierno de Costa Rica”.
No sé en qué parará la denuncia, y omito cualquier criterio sobre ella. Sí destaco la gravedad de utilizar jerarquías, recursos y símbolos del Estado, no para referirse a temas propios de su función, sino para ventilar lo que el mismo Zamora definió, con razón, como parte de su vida privada.
El desvío de fondos estatales con fines personales y connotaciones íntimas, la mezcla deliberada de ambas esferas y la violación de la privacidad del ofendido en un tema de índole sexual, es inaceptable. Por muchas “caras” y “ojos” (es decir, cámaras) a los que haya mirado el ministro, por muy melodramática que haya sido su actuación, por mucho que se victimice y por muy consensual que fuera la relación (o no), fue su transmisión cuasioficial la que traspasó los límites que deben respetarse en cualquier gobierno cuidadoso de la conducta de sus funcionarios y respetuoso de sus ciudadanos.
Hasta el momento, sin embargo, no ha habido consecuencias. Más bien, en la Presidencia ha prevalecido el desdén. Lamentable, por decir lo menos.
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Eduardo Ulibarri es periodista y analista.