La frase de la mujer tenía cara de afirmación y cuerpo de advertencia: “Si aquí no logramos ver nada, vamos a ir al salar de Uyuni”.
Con “aquí” se refería a La Ensenada, un sitio frente al golfo de Nicoya que navega entre dos mares: el Pacífico durante el día y uno de estrellas después de la puesta del sol. Se le busca por su oscuridad, tan profunda que nos devuelve a la mirada el cielo nocturno que nos arrebatan las ciudades.
A la excursión que nos llevó hasta La Ensenada se habían unido la señora y su esposo porque sintieron que era un camino seguro hacia la Vía Láctea, hacia el chance de verla en el país, como les habían contado las fotos que cruza las noches bolivianas.
En la mesa del almuerzo alguien les dijo, sin medir los pasos de sus palabras, que fácilmente se olvidarían del salar. Una voz más sensata aclaró que no se podía prometer nada porque las criaturas celestiales son de naturaleza impredecible.
Para asomarnos al pasado, los humanos no necesitamos máquinas como aquella que me hacía agua la boca en la serie El túnel del tiempo. Son suficientes un lugar lo suficientemente escaso de luz y binoculares o telescopios, aunque un ojo desnudo, bien guiado, puede detectar cúmulos y nebulosas; la de Orión es un ejemplo.
A los humanos nos atrae la noche aunque la evolución no nos favoreció para tratarla; carecemos de la visión de los lobos, no les vemos una a las lechuzas y si hablamos del radar de los murciélagos, invariablemente pegamos con pared.
Somos torpes en las tinieblas, no les llegamos a los talones (si los tuvieran) a las polillas bogong, que hace poco sorprendieron a los científicos cuando les revelaron una primicia: usan las estrellas para guiarse.
Cuando es primavera en el sur del mundo, vuelan miles de kilómetros hasta los Alpes australianos, donde jamás han estado. Transcurridos los meses, el otoño les aconseja volver a casa. Y lo hacen. Donde nacieron se reproducen y mueren; la próxima generación aguardará hasta la primavera siguiente para hacer un viaje cuyo destino ignora. Lo bueno es que ya las polillas aprobaron el curso de manejo cósmico y sabrán leer las señales.
En el cerebro de las bogong hay neuronas especiales, sensibles a algunos detalles del cielo, entre los cuales está la forma de la Vía Láctea. Esto nos devuelve a La Ensenada, donde los esposos esperaban su primera experiencia de astronomía principiante.

La oscuridad se acercó como arriada por los aullidos de los coyotes y entonces preparamos sillas, mantas, focos cubiertos con papel rojo para evitar encandilamientos. A la pupila le toma unos veinte minutos acostumbrarse a la oscuridad y un destello mínimo la contrae; en una noche de observación nadie desea perder tiempo cuando tiene sobre la cabeza un campo de sorpresas.
No caeré en la tentación de intentar describir cómo luce la Vía Láctea en La Ensenada: quedaría a años luz de conseguirlo. Diré, eso sí, que lleva un rato asimilar la visión de sus brazos y de su centro. En mí se produjo una sensación de proximidad y de enorme distanciamiento a la vez. Primero, con un brazo, fue como si viera hacia la plaza de mi barrio y la reconociera. Quizás ocurrió así porque ya había estado frente al blanco sendero de estrellas, décadas atrás, frente a la casona de Santa Rosa. Pero luego, con el corazón de la galaxia, mi cerebro trató de tirar líneas, de racionalizar las distancias, y no pudo. ¿Cómo dimensiona uno 27.000 años luz?
En La Ensenada no pudimos responderlo; en cambio, sí fuimos capaces de compartir un asombro que nos acompaña desde las cuevas y de contemplar, a veces en silencio, la eterna luminosidad del infinito.
Durante cada viaje a las estrellas, que no siempre son cómodos, se pescan poquitos de sueño para aguantar la jornada. A lo largo de las horas se brinca de una maravilla a otra, como si se recorrieran escaparates siderales. “Vengan, ya salió Saturno”, dice una voz sin rostro al lado de un telescopio; “Arrímense a ver las lunas de Júpiter”, apura otra.
Las constelaciones y los planetas dan cuenta del paso del tiempo. Su marcha empuja al día y en La Ensenada amanece como amanece en el monte: brota música de cada rama, la luz se despereza.
Volvemos a vernos las caras; soñamos con un café. Las islas del Golfo están de nuevo allí, casi al alcance, sacudiéndose la noche. La señora del salar cuenta que pasó en vela, despabilada por tantas novedades juntas.
“¿Uyuni?, ¿qué es Uyuni?”, responde cuando le preguntan si aún sigue vivo su plan de ir al sur.
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Ovidio Muñoz Corrales es periodista.