EscucharA Pilar Cisneros le gusta hablar de vergüenza, pero no la siente. Siempre aconseja sentirla a los demás. El miércoles, dijo que se avergonzaría de ser un director periodístico como yo. No digo de ser un director como Armando González porque me abochornaría la petulancia de referirme a mí mismo en tercera persona. Eso se lo dejo a quienes no sienten vergüenza cuando cualquiera se sonrojaría.
No me refiero ya al rubor de verse descubierta en torpes triquiñuelas y faltas a la verdad. Mucho menos al desparpajo de confesarse instructora del uso de la mentira. Hay otras vergüenzas, insoportables para la mayoría de las personas, como el rubor de exhibir la propia ignorancia, una y otra vez.
Los ejemplos son incontables, pero no se había inaugurado la administración cuando el vicepresidente Stephan Brunner se vio obligado a “aclarar” que el país no estaba quebrado, como dijo la diputada con supina ignorancia de las posibles repercusiones financieras de sus palabras, sino “un poquito desordenado”. La pública rectificación habría avergonzado a cualquiera, pero la diputada se limitó a decir “no soy economista”.
Poco después, defendió un proyecto de ley contra la corrupción repleto de disposiciones ya vigentes y se vio obligada a escuchar a la diputada Gloria Navas, reconocida penalista, cuando le hizo notar el ridículo. Pero ella no se sonrojó, como tampoco lo hizo cuando acusó a la Sala Constitucional de inventar las limitaciones indirectas a la libertad de expresión explícitamente incorporadas al artículo 13 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos desde 1969 y aplicadas con frecuencia en la jurisprudencia nacional e internacional.
La legisladora defendió el aumento del impuesto sobre la renta a las pequeñas y medianas empresas con el absurdo argumento de que fijarlo en un 30 % “es un estímulo para que crezcan”. Cualquier otro argumento habría sido inteligente en comparación, pero sin la menor vergüenza escogió ese, para hilaridad de unos e indignación de otros. Solo le faltó proponer un aumento al 70 % para crear un estímulo todavía mayor.
La diputada dio otra demostración de virtuosismo en el arte de hacer el ridículo sin sentir vergüenza cuando cómicamente probó, sin proponérselo, que la entonces ministra de Salud Joselyn Chacón sabía, al menos desde octubre del 2021, que Piero Calandrelli era un trol. La hazaña la logró al exhibir, sin darse cuenta de las implicaciones, una conversación de WhatsApp entre Chacón y Alberto Vargas Zúñiga, creador del personaje utilizado para atacar a los críticos del gobierno.
En fin, la insistencia de la diputada en sentir las supuestas vergüenzas ajenas y no las propias es un útil estabilizador emocional porque, si encarara la realidad, viviría ruborizada.
Armando González es editor general del Grupo Nación y director de La Nación.
