Durante la escena más violenta de la película Old People, un anciano fuertemente amarrado lanza a su captora una pregunta que toca lo más profundo de nuestros sentimientos sobre los ancianos: ¿Qué ves aquí: a un animal o a una persona?
El filme está ambientado en una especie de aldea habitada sobre todo por personas mayores que, sin nadie que las acompañe, se ven obligadas a vivir en un albergue. No se sabe bien por qué (parece que los hijos se distraen en sus propias vidas, al punto de no tener tiempo para sus padres), pero aquello se asemeja a un pueblo fantasma.
En la institución, deambulan pesadamente, reposan sus cuerpos con la vista hacia el vacío afectivo en una existencia que aparenta ser un mientras tanto, un tránsito en flotación, en un tiempo y espacio como el érebo o infierno al que los griegos destinaban las almas de los mortales.
Si ustedes se detienen a conocer la vida de cientos de viejos en nuestro país, verán que la película solo exagera por el recargo melodramático del que se vale.
Sin que esto sea responsabilidad de quienes administran o trabajan ahí, algunos hogares de ancianos son desgarradores, donde el abandono, la tristeza y la soledad cortan como un cuchillo herrumbrado.
Los reto a leer para que saquen un rato y vayan a alguno, no solo para que se den cuenta de tan brutal realidad, sino también para que, de paso, ofrezcan un poco de compañía cálida que remedie, temporalmente, el aislamiento de estas personas.
En algunos establecimientos, impera la horrenda práctica de amarrarlos a la cama para que no se caigan, no se quiten una cánula, se tranquilicen o no golpeen a quienes los atienden.
El problema es el escaso personal, aducen. La tragedia, según mi criterio, es la impiedad que nos caracteriza como país.
Vileza sin reparos
Somos una sociedad rota a consecuencia de la impasibilidad que produce en no poca gente el sufrimiento ajeno, pero también debido a que no nos restringimos a ser su causa.
Familiares golpean e insultan a sus ancianos y niños hasta quebrarles el espíritu. Uno de esos espíritus rotos dijo, durante una capacitación que di, que salió adelante y se graduó en la universidad gracias a que sus padres lo criaron a fajazos. Otro se lamentó de que no le hubieran dado suficiente coyunda.
Familias amarran y golpean también a los perros, algunos de los cuales pasan toda su vida pegados a una cadena, ladrando con furia.
Aves enjauladas, gatos macheteados o quemados vivos, hámsteres regalados a los niños, dentro de una diminuta jaula destinados a girar y girar para regocijo del infante, a quien, con todo ello, se le entrena en la crueldad.
Si hay un accidente automovilístico, no faltan quienes corren a robar las pertenencias a los muertos o heridos, como vimos hace poco en un video en una comunidad rural.
¿Qué hacemos? Whatever, respondió uno de mis estudiantes cuando pregunté qué tanto les preocupa lo que ocurre a los demás.
La psicoanalista española Rosa López ofrece un contexto para la comprensión. La nuestra, asegura, es una época nihilista, en la cual el amor es poco valorado y gobierna un superyó que busca solo el disfrute individual.
Si vemos con detenimiento, notaremos que la mayoría de la gente esta muy ocupada buscando complacerse a sí misma, y ni “buenos” ni “malos” muestran interés en construir un piso mínimo de solidaridad que nos mejore la vida. Cuando observamos preocupaciones por los demás, parecen retóricas con dificultades de materializarse.
Lo más pequeño, pero al mismo tiempo lo fundamental, es que tratarnos con respetabilidad disminuye cada vez más. Por el contrario, la grosería está de moda en los trabajos, en las calles, en las redes sociales, en las familias y, para nuestra vergüenza, en los poderes de la República.
La nuestra también se ha venido constituyendo en una de esas “sociedades de las víctimas”, de las que habla el sociólogo francés Guillaume Erner.
Escasean los protagonismos para actuar y aumenta el victimismo para exigir. Mártires, a fin de cuentas, lloran y piden reparación de males cuya naturaleza a veces debería ser atendida en la privacidad de un diván.
Ciudadanías mendicantes
También vemos lo que yo llamo ciudadanías mendicantes, especialistas en traficar con todas las tragedias para obtener algo de ganancia, por casualidad, siempre en metálico.
Más que actos concretos de solidaridad, vemos escándalos mediáticos que buscan conmover contra el “mal” sin que nada cambie ni importe mucho al supuesto defendido.
Frente a un horizonte tal, los planteamientos sobre una ética del cuidado, como los que discute la catedrática emérita de la Universidad de Barcelona Victoria Camps, son indispensables. Aquella centrada en la obligación moral de cuidar a los vulnerables, pero también el cuidado que se ofrece al evitar dañarlas.
Debemos partir del hecho de que todas las personas buscan la felicidad, como plantearon los filósofos ingleses Jeremy Bentham y John Stuart Mill, para que nuestra guía del bien y del mal se base en gestionar placer y evitar dolor.
Su principio utilitarista “la felicidad de la mayoría es la medida del bien y el mal” lo ilustra, y su ética de las consecuencias o de la responsabilidad a la que da cabida, nos guía.
Como país, podemos trabajar para desarrollar en todas las personas actitudes y prácticas que respondan a una cultura de paz, solidaridad, respeto a las diferencias y justicia.
Tiene que darse, como es lógico, en las familias, pero también en escuelas, colegios, iglesias, partidos políticos, de forma tal que volvamos impopular la grosería y la maldad.
“La ética se enseña y se aprende practicándola a través del ejemplo y de la sanción social de aquellos comportamientos que son contrarios a los valores más básicos”, afirma Camps.
Por ello, necesitamos más actos concretos que demuestren cómo nos importan los demás y menos palabras vacías para que la comunidad que somos sea la expresión de una vida que merezca ser considerada justa y buena, en palabras de Camps.
La autora es catedrática de la UCR y está en Twitter y Facebook.