
He vivido los beneficios de hacer terapia psicológica. He estado en terapia por años, varios más que cinco, no sé si llego a diez. La terapia me ha enseñado la posibilidad de editar las historias que viven en mi cabeza, que me han dicho quién soy yo y qué me ha pasado. He tenido varias terapeutas y un terapeuta. Una murió cuando estábamos en medio proceso, la misma que me vio casarme y convertirme en mamá. Tres me vieron en mi proceso de separación y divorcio, y moldearon con su escucha lo que sea que soy hoy.
Sin embargo, hay muchas cosas que la terapia no ha hecho por mí, ni por mi salud mental. Vengo a hacer el caso de que dejemos de recostarnos desproporcionadamente en la terapia psicológica para aumentar nuestra salud mental y diseñemos, en cambio, una sociedad que no nos tenga al borde. Que dejemos de tercerizar el bienestar emocional y nos sintamos parte de un complejo tejido de cuidado y lucha social.
Para empezar, la terapia es cara y, para algunos esto la convierte en un servicio prohibitivo. Mi terapeuta de más tiempo estaba siempre enfrentando procesos ante el Colegio de Psicólogos porque ella definía una tarifa con cada quien que asegurara la continuidad al proceso. Esa fue una terapia fundacional para mí, que me permitió construir las bases de mi propia historia. Eso fue posible porque el monto era sustantivamente menor al establecido por el Colegio. Hoy, esa la tarifa ronda los ¢30.000.
Es cierto que la terapia es un método y requiere un profesional entrenado. También es cierto que lo primero que sucede allí es que alguien reconoce tus sentimientos como válidos, sin juzgarlos. Muchas personas, infelizmente, se encuentran con ese testigo compasivo por primera vez siendo adultos y en un consultorio. Sin embargo, nadie necesita licenciarse para eso. Ofrecer esa presencia frente a las emociones difíciles de alguien sin querer cambiarlas no es terapia, pero es sanador. Idealmente, esta habilidad fue modelada por nuestros papás, pero siendo adultos podemos tomar una decisión consciente de ofrecer eso a los demás y dar pasos para conseguirla si ese no fue el caso.
Un informe de la OMS de este año advierte de que los efectos de la pandemia han intensificado los niveles de ansiedad, depresión y desconexión social a nivel global. Mientras tanto, las apps de transporte nos dan la opción de no tener una conversación en nuestro trayecto al toque de un botón. Estamos obsesionados con nuestra agenda personal e, infelizmente, no conectamos con cómo esa bajísima porosidad social es lo que nos arrastra al aislamiento y, muchas veces, al trastorno.
Precisamente el individualismo es una crítica frecuente a la terapia psicológica, así como su desconexión del contexto. El individuo está al centro de todo, con una energía altísima de personaje principal, cuando el remedio de muchos de nuestros males, esos que vamos a conversar a puerta cerrada, está en la comunidad.
En Reino Unido desde hace años se implementan las bancas para conversar, en las que extraños prestan su oído para el desahogo de cualquiera. En Países Bajos, en algunos supermercados, hay cajas para hablar, usualmente utilizadas por adultos mayores.
Una amiga brasileña me dijo que le costaba hacer amigos aquí y que, en parte, era porque ella sentía que, en conversación, nos quedamos en lo absolutamente superficial. Francamente, podría ponerme defensiva de la idiosincrasia local, pero esto me sonó como un retrato preciso de nuestra cultura.
David Brooks, columnista del New York Times, en su libro Cómo conocer a una persona: el arte de ver profundamente a los demás y ser profundamente visto, se queja de cómo salimos de algunos espacios sociales sin que nos hayan hecho una sola pregunta. Brooks hipotetiza que la atención puede transformar vidas.
Ese es otro elemento de la terapia psicológica que es replicable en todos los espacios: podemos ser curiosos, hacer preguntas, salirnos del camino para indagar más allá de las conversaciones pequeñas y acartonadas que no permiten a la gente mostrarse. En las respuestas podemos encontrar los puntos comunes.
He estado entrenándome como profesora de meditación y una recomendación es normalizar todas las experiencias que los alumnos traigan. La gente quiere sentir que entendemos sus vivencias y que, como ellos, también sufrimos. Sí, en ese intercambio tenemos que entregar algo de nosotros y admitirnos humanos.
Finalmente, hay que decir que las razones para el malestar que llevamos a terapia usualmente transcienden la fobia a volar, nuestra insatisfacción con el trabajo o el desencuentro con nuestra pareja. Nuestro malestar refleja una sociedad llena de sinsentidos: una emergencia climática aparejada de la más profunda inacción, una boyante industria de las armas que lucra del exterminio de niños, una inequidad pavorosa que nos quiere hacer creer que es razonable que exista el concepto de “billonario”. Esta es otra crítica que se le hace a la terapia psicológica: desconocer en la práctica que existen estructuras económicas y sociales que nos oprimen.
Ahí, nuevamente, la medicina está en la comunidad. En coincidir, en reflexionar juntos y en organizarnos. En poder imaginar algo distinto a esto.
Como sociedad, hemos conferido poderes absurdos a la terapia psicológica cuando lo que buscamos, tal vez, está en volver a creer en una idea de conjunto: para hablar, para sentirnos vistos, para sufrir juntos y para organizarnos contra un sistema fallido.
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Andrea Vásquez R. es comunicadora social especializada en Inclusión y Equidad.