MADRID– Con la campaña presidencial en Estados Unidos acercándose al clímax, las predicciones sobre lo que vendrá después dominan el debate, y no solamente en Estados Unidos.
En lo que concierne a las relaciones internacionales, los pronósticos van del apocalipsis al cauto optimismo; sin embargo, lo que se necesita es una reflexión realista sobre un futuro viable.
Cuando digo realista, no me refiero a la teoría homónima de relaciones internacionales que pone el acento en el Estado soberano como actor movido por el interés propio.
Según ese criterio, hay quien sostiene que más allá de sus torpezas y contramarchas, el presidente estadounidense, Donald Trump, consiguió poner límites a un aparato de política exterior fuera de goznes, que desde los albores de este siglo mostró reiteradamente su incapacidad de promover los intereses de Estados Unidos.
Otros, también llamados realistas, reconocen que la política exterior de Trump ha sido un fracaso total; no obstante, insisten en que crea una oportunidad para un muy necesario borrón y cuenta nueva.
Este grupo también propugna una estrategia más contenida; que Estados Unidos adopte una postura de no intervención siempre que sea posible.
Una política de equilibrio a distancia (offshore balancing) en la que Estados Unidos promueva sus intereses a través del empoderamiento de sus socios y contenga a los actores hostiles dentro de los confines de sus respectivas regiones. Por cierto, China ya está siguiendo una estrategia hasta cierto punto similar.
Esta nueva política exterior dependerá de los lazos bilaterales entre Estados Unidos y sus diversos aliados regionales, más que de instituciones multilaterales (que en opinión de los realistas, diluyen la influencia estadounidense).
De acuerdo con este razonamiento, la creciente competencia entre grandes potencias llevará a los aliados de Estados Unidos a congregarse a su alrededor, atraídos por su fuerza y capacidades.
Así, pues, no sería necesario que la administración estadounidense dedique tiempo a forjar relaciones estrechas y mutuamente ventajosas por medio de estructuras formales multilaterales regionales o globales.
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Valores compartidos. Para un país paralizado por la polarización, sumido en una espiral de agotamiento ciudadano y frustrado por décadas de una política exterior extralimitada, estas propuestas son muy atractivas.
Crean la impresión de que hay un modo mucho más eficiente de promover los intereses estadounidenses; un modo que permitirá a Estados Unidos conseguir mucho más, con mucho menos costo en vidas y dinero público. Este plan tiene un único problema: no va a funcionar.
En primer lugar, ¿pueden ser eficaces como intermediarios de Estados Unidos unos países arrojados a sus brazos por mera falta de opciones? ¿No sería mucho mayor su capacidad de colaborar con los intereses de Estados Unidos si se hallaran en una posición más sólida, si contaran con capacidad de acción y recursos, y si estuvieran seguros de estar promoviendo también sus propios valores e intereses?
Habrá quien se burle de la idea de valores compartidos, por ser idealista y no realista. Pero la mejor historia del siglo XX muestra lo contrario: tanto en términos de motivación como de guía.
Fue la lógica que inspiró el Plan Marshall y la Carta del Atlántico. No debemos descartarla a la ligera.
Además, por más que se hable de una nueva guerra fría, la realidad es que el mundo de hoy es radicalmente diferente al de treinta años atrás. Sí, ha regresado a escena la competencia entre grandes potencias. La globalización, sin embargo, no se ha revertido ni es predecible que se revierta, sin mediar cataclismo.
La pandemia de covid‑19 demostró muy a las claras cómo el mundo enfrenta retos compartidos que el mero clientelismo no puede resolver.
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Reformas de instrumentos e instituciones. Lo que puede ayudar a resolverlos es contar con estructuras que alienten y faciliten la coordinación.
Es verdad que los instrumentos e instituciones actuales tienen sus defectos y han quedado obsoletos; muchos se han convertido en meros feudos a los que se recurre más para traficar influencias que para formular políticas. Pero en vez de abandonarlos, lo que hay que hacer es reformarlos.
Eso exige avances en lo referido a una necesidad todavía más fundamental: liderazgo y visión auténticos. Y debe ser Estados Unidos el que los provea.
Aunque ya no sea la única potencia hegemónica global, sigue siendo el único actor con poder aglutinador. Como diría un realista tradicional (acertadamente, en este caso) el liderazgo surge del poder.
No es razonable esperar que en los años venideros se produzca una reconstrucción del sistema internacional, como la ocurrida tras la Segunda Guerra Mundial, ni siquiera la creación de instituciones remanentes de la Primera Guerra Mundial. Tampoco es esperable un regreso al sólido orden internacional liberal del pasado.
Pero sí es realista esperar que sea posible evitar un rechazo total (y profundamente destructivo) del multilateralismo. Podemos y debemos esperar un símil de dirección y cohesión: primero, entre actores afines; luego, tal vez se sumen otros.
La pregunta es cómo convencer a Estados Unidos para que acepte otra vez la función de liderazgo, ya sea en enero del 2021, con la asunción del presidente Joe Biden, o en cuatro años, cuando termine el segundo mandato de Trump.
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Sumar fuerzas. El primer paso, en cualquier caso, es que otros actores (comenzando por la Unión Europea) demuestren capacidad y voluntad de compartir responsabilidades, mediante el refuerzo de sus capacidades militares, diplomáticas y estratégicas en general.
En un plano más básico, la Unión Europea y otros actores deben reafirmar aquellos valores esenciales que en otros tiempos los unieron indisolublemente con Estados Unidos, pero que en años recientes han sido atenuados, descartados o directamente rechazados.
Únicamente la reafirmación de esos valores nos permitirá revivir aquellos vínculos y asegurar unos cimientos sólidos para un proceso futuro de creación institucional, donde Estados Unidos actúe como guía sin dictar las reglas de juego.
Aunque la inminente elección en Estados Unidos es fundamental, se han generado expectativas exageradas en el sentido de ir seguida, por fuerza, de una transformación a gran escala, revolucionaria.
Hay, sin embargo, una esperanza mucho más razonable: que cuando todo esto haya pasado, las relaciones internacionales vuelvan a la esencia de lo que eran.
Ana Palacio: fue ministra de relaciones exteriores de España y vicepresidenta sénior y consejera jurídica general del Grupo Banco Mundial; actualmente es profesora visitante en la Universidad de Georgetown.
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