Esto último, sin embargo, tiene una ventaja: permite suponer por dónde anda la procesión reactivo-emotiva en torno a dirigentes e instituciones. Sobre el presidente Chaves y sus aliados, el panorama que reitera el más reciente, divulgado el lunes, es de una estrategia política y –sobre todo– comunicativa, centrada en su figura, actuaciones, ataques y obsesiones, no en su equipo y quehacer gubernamental.
Unos datos clave: la “conversación digital” es 41,6% positiva hacia él, pero solo 25,1% hacia el gabinete; las negativas, 39,2% y 53,5%, respectivamente. Además, los ministros impulsados en distintos momentos como acompañantes estrella o delfines sucesorios –Natalia Díaz, Luis Amador, Laura Fernández y Mauricio Batalla–, quedaron en el camino. Resultado: la concentración en Chaves, como actor principal sin buen reparto de respaldo, es cada vez más aguda. Solo se mantiene a la par, con vida propia mediática y parlamentaria, la diputada Pilar Cisneros, también jugadora cuasisolitaria en la fracción oficialista.
Este fenómeno, además de revelar el acentuado personalismo y carácter performático del gobierno, plantea una gran interrogante para su proyecto político: si, en ausencia de un movimiento orgánico que lo respalde, y sin un partido taxi con fuerza real en qué montarse, su capital político estrictamente individual, y además cambiante, será transferible a otra figura y plataforma. Quizá sí, y en esto Cisneros podría ayudar, pero dudo del grado. Más aún, el posible ungido, si llegara a triunfar, es muy probable que busque fuentes de legitimidad propias.
El caudillismo no solo es riesgoso para los países, sino también para los caudillos y sus operadores, sobre todo si se fundamenta en volátiles artilugios de comunicación, más que en logros tangibles.
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Eduardo Ulibarri es periodista y analista.