
Existe un país, irreal por supuesto, en el que el gobierno abrió con entusiasmo y empeño un Ministerio de Venganzas. Se destinó personal suficiente: diligentes funcionarios que monitorean las acciones y publicaciones de ciudadanos que se muestren críticos hacia el gobernante.
Al principio, se ocupaban de algunas tareas comunes, como ordenar despidos selectivos, congelar proyectos de opositores, recortar presupuestos, retirar publicidad de medios críticos, vetar leyes de seguridad impulsadas por otros e intentar quitar frecuencias de TV y radio, así como coordinar con gobiernos extranjeros para el retiro de visas o la apertura de procesos penales.
Las medidas se aplican una vez que se detecte a quien se considere una amenaza para el sistema.
Sin embargo, el Ministerio dio un paso más allá y decidió abrir una sección de menores, un paso más osado en la Política Nacional de Venganzas.
“Hemos detectado un discurso crítico de una niña y se está moviendo en redes sociales”, reseñó un memorando. La respuesta inmediata del despacho ministerial fue: “Gracias por la diligencia, favor abrirle a los padres un TAA (Trámite Arbitrario y Absurdo); es necesario emprender una acción ejemplarizante para que ningún menor se atreva a hacer lo mismo y, a la vez, atemorizar a todo padre y madre”.
Para justificar la persecución, el Ministerio de Venganzas ordenó poner en duda la espontaneidad del discurso. Además, la nueva política no es igualitaria, pues no se aplica para discursos que sí sean afines al sistema. Estos se salvan mediante un Procedimiento de Exclusión por Afinidad (PEA), como lo llaman los entusiastas burócratas del Ministerio.
Aun en este país irreal, algunas personas se asombraron por lo sucedido, pero ya lo había advertido alguien hace miles años: a lo malo le dirán bueno y a lo amargo lo considerán dulce.
Existe otro país, en otra dimensión, en donde no se persiguen discursos de niños, porque se sabe que es absurdo y abusivo hacerlo, además de que se protege la libertad de expresión; allí, los políticos tampoco se ponen a suponer ni juzgar si las palabras de una niña son espontáneas. Los ciudadanos se indignarían ante un hecho de ese tipo y los funcionarios se negarían a acatar órdenes ilegales, sin temor a represalias del Ministerio de Venganzas. Ese es un país libre.
