Sean latinoamericanos, asiáticos, europeos o africanos, quienes emigran –salvo minúsculas excepciones– lo hacen por necesidad, incluso desesperación. Dejar la casa o el rancho, lanzarse a la aventura del traslado y asumir la incertidumbre de un nuevo destino que presumen mejor, son experiencias traumáticas, y raramente se asumen a la ligera. A ellas se les suman otras más: su captura por las autoridades estadounidenses, su expulsión a un tercer país –llámese Costa Rica o Panamá– del que, quizá, ni siquiera tienen idea, y la incertidumbre de qué pasará después. Más vulnerables e inseguros no podrán sentirse.
Una resolución publicada el martes por Migración y Extranjería establece las condiciones que determinarán su estadía en el país, que se presume transitoria. Aunque parece adecuada, los obliga a permanecer en el centro de atención temporal que existe en Corredores; es decir, los priva de su libertad. No importa cuán bien los traten nuestras autoridades y el personal de la Organización Internacional para las Migraciones, la experiencia de más encierro acentuará su precariedad.
Además, no se ha aclarado si, una vez aquí, toda la responsabilidad por su suerte recaerá exclusivamente en nuestro país, cómo se manejará su eventual repatriación, qué pasará con los que corran peligro si regresan, y si a los 200 anunciados podrán sumarse otros más.
Nada de lo anterior puede tomarse a la ligera. Ante los costarricenses, el gobierno tiene el deber de despejar lo antes posible las nebulosas; ante los migrantes, el de facilitarles lo más posible su estadía; ante el gobierno estadounidense, el de añadir al sentido de realidad suficientes dosis de firmeza y dignidad.
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