La cámara, con sus planos secuencia (sin cortes), nos sumerge en el epicentro del relato y la complejidad de los personajes, sea mediante la acción frenética o la agudeza emocional. Todos los actores, desde el novicio Owen Cooper (el adolescente) hasta el consagrado Stephen Graham (su padre), asumen los papeles con convincente autenticidad, afincada en sus talentos, pero potenciada por una dirección lúcida, una coreografía minuciosa, y la capacidad de resistir los ensayos, pruebas y descartes necesarios para dar fluidez a cada episodio.
A partir de la captura de Eddie, a quien la policía atribuye el asesinato de Katie, compañera de secundaria, el relato se despliega y nos atrapa con poderosa sutileza y constantes interrogantes.
¿Por qué Eddie hizo lo que hizo? ¿Fue por su baja autoestima, su masculinidad agredida, su fragilidad emocional, el acoso de otros, las disfuncionalidades de la escuela, la dinámica familiar, el aislamiento?; ¿por su inmersión en el universo envolvente, agresivo y avasallador de las redes sociales, con claves casi vedadas a la comprensión de los adultos? ¿O, quizá, por un enojo incontrolable ante situaciones que para él son límites? Los realizadores no responden, aleccionan o moralizan; apenas muestran y, sobre todo, interrogan y alertan. Las conclusiones debe sacarlas cada espectador y decidir qué hacer con ellas. Aquí, en última instancia, reside el valor y fuerza social de Adolescencia. Como ocurre con todo buen arte.
Hace décadas oí al Dr. Guido Miranda quejarse porque la Caja (que él dirigía) descuidaba a los adolescentes. Sin duda. Pero más grave aún es que esa actitud, o incomprensión, sobre sus múltiples necesidades y ansiedades, se extiende a casi toda la sociedad, con particular énfasis en el sistema educativo.
No creo que esta serie baste para generar un cambio profundo. Pero quizá sirva como impulso de arranque. Hay mucho por hacer.
Eduardo Ulibarri es periodista y analista.
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