Philip Zimbardo, psicólogo de la Universidad de Stanford, estacionó su automóvil en una calle secundaria de Palo Alto, California. Le quitó las placas y abrió el techo descapotable; luego, se dedicó a observar qué ocurría. De momento, no pasó nada. Más aún, durante una semana el auto seguía igual. Zimbardo, sin vacilar, tomó un martillo y procedió a quebrar uno de los vidrios y a dañarlo un poco. Entonces ocurrió algo sorprendente: en unas cuantas horas, el carro quedó en ruinas. Varias de las personas que pasaban por ahí, se dedicaron a vandalizarlo.
De seguro, muchos de ustedes se estarán preguntando qué se proponía el investigador al ejecutar una acción tan extravagante como esa. La respuesta es muy simple: quería comprobar la tesis de «la ventana rota» y lo había logrado.
Kelling y Wilson, reportaron el fenómeno de «la ventana rota» en un artículo publicado en «The Atlantic Monthly», mucho antes, en 1982. Su planteamiento se puede resumir de la siguiente manera: si el vidrio quebrado de la ventana de un edificio se deja sin reparar, el resto de las ventanas serán quebradas por alguien, muy pronto. Una vidriera dañada da señales de que a nadie le importan las instalaciones y, por eso, la gente no ve nada malo en quebrar unas cuantas más.
Palo Alto, el sitio donde se llevó a cabo el experimento, es una comunidad de muy buen nivel social, un sitio donde la gente, por lo común, cree que la propiedad privada debe respetarse y que el comportamiento indebido tiene consecuencias. «Pero el vandalismo puede ocurrir en cualquier lugar, una vez que las barreras establecidas por la comunidad —el sentido de respeto mutuo y las obligaciones de la civilidad—, se devalúan con acciones que parecen señalar que a nadie le importan».
Escuelas nacionales. Permítaseme hacer una extrapolación de esas ideas y aplicarlas, a lo que ocurre en muchas escuelas del país. Cuando usted entra en un edificio escolar, en un colegio, con solo traspasar el portón, puede medir lo que ocurre adentro, casi sin riesgo de equivocarse. Si hay orden, limpieza, plantas cuidadas, instalaciones bien mantenidas y un silencio razonable, puede dar por seguro que el rendimiento escolar también es bueno. Y esto pasa porque quedan muchos excelentes educadores, personas eficientes en las direcciones de escuelas y colegios y alumnos empeñosos. Desafortunadamente, en otras instituciones educativas —en más de las que quisiéramos—, ocurre el fenómeno del vidrio quebrado, símbolo de muchas formas de deterioro.
En los tiempos, hoy lejanos, en que ejercí el cargo de ministro de Educación Pública, pude constatarlo. Me daba pena y hasta enojo, cuando llegaba a una escuela y me hacían un recuento de los daños del edificio, seguido de la petición de millones de colones para repararlos. Numerosas personas que pasaban buena parte del día en el edificio, durante meses y años, veían con naturalidad, cómo se rompían las vidrieras de las aulas, tal como ocurrió en el experimento descrito. En medio de su indiferencia, las canoas se caían a pedazos y el cielo raso, lleno de humedad, se iba manchando y retorciendo, poco a poco. Nunca debió dejarse sin sustituir, el primer vidrio quebrado ni la primera gotera sin reparar. El deterioro general se hubiera podido corregir sin grandes costos, cuando era incipiente. ¿Por qué se dejó llegar las cosas a ese punto irreversible? En esas escuelas semiderruidas no se comprendió a tiempo que el deterioro trae más deterioro; que la suciedad y los daños multiplican el descuido y sus efectos.
La escuela es la casa común y la responsabilidad de mantenerla en buenas condiciones es de todos. De educadores, estudiantes, incluso de la comunidad. Su conservación es una tarea pedagógica. Sí, una tarea que educa. Si se lleva a cabo bien, surge un círculo virtuoso, pues forma al estudiantado, le inculca valores y sentido de responsabilidad. Una escuela limpia y en buen estado da testimonio de que se cumplen «el sentido de respeto mutuo y las obligaciones de la civilidad».
En la década de 1980 se divulgó mucho una idea fundamental para el desarrollo del país: el Estado no lo puede todo. La marcha de la vida social debe ser apuntalada por la gente. Pero, poco a poco, por desgracia se dejó de hablar del tema. Para el cumplimiento de las funciones del Estado, urge establecer nuevas alianzas entre lo público y lo privado. De seguro, resultarían altamente positivas. Ya hemos conocido casos muy exitosos. De paso, debería revisarse el modelo de las juntas de educación y administrativas para establecer qué merece quedar en pie y qué debe mejorarse.

Sin aprender. Parte del problema es que se olvida el valor del esfuerzo en la formación humana. La educación se ha venido ablandando, cada vez más aceleradamente, pues se intenta que nadie sienta el más leve disgusto. Ni quienes asisten a clases ni quienes dirigen su formación y mucho menos, los padres de familia. El sentido de responsabilidad y el valor del empeño no se cultivan con la fuerza requerida. No se le enseña a la juventud que casi nada cae del cielo y que, aun en medio de las guerras, la peste y los desastres naturales, se debe asumir la obligación de cuidar de sí mismo y de los demás, en la medida de lo posible: hacerlo supone un gran esfuerzo, pero, a la vez, una oportunidad de crecer como personas. El éxito y el fracaso no solo vienen de causas externas sino, a menudo, de la forma como cada quién se asume. ¿Lo estaremos explicando, con claridad, en el aula?
Así como hay vidrios rotos en las instalaciones físicas de muchas escuelas y colegios, existen vidrios rotos en lo más profundo de la vida educativa nacional, relacionados con las orientaciones que se le dan a la formación. Muchísimos alumnos están en la escuela, como los pupitres, sin aprender. Así lo constató el «Estado de la Educación» en su investigación recientemente publicada. El deterioro se ha hecho tan normal que casi nadie parece percibirlo, o viéndolo, se le da la espalda, porque dejó de importar. Como si no bastara, ha habido quienes conscientemente se dedican a multiplicar los vidrios rotos, con paros, con huelgas. Se acorta el currículum, se introducen curvas para atemperar los efectos reales de la evaluación y se eliminan pruebas.
Y hay algo muy importante que señalar. Se olvida que los exámenes no son juicios penales y que quienes se examinan no son víctimas. Las pruebas serias constituyen parte esencial de la formación, porque obligan a estudiar y a aprender, porque desarrollan el temple y forman el carácter; porque acostumbran a la gente a rendir cuentas. Y quienes eliminan esas pruebas piensan, equivocadamente, que así benefician a los alumnos, pues gracias a esta salida «express», se les da «un machete» para el trabajo, aunque carezcan de la preparación necesaria para ser promovidos. Y, en efecto, como si su destino fuera cortar caña, se les da un machete, un machete herrumbrado, quebradizo y sin filo. Y esto no ocurre en 1821. Ocurre hoy, en 2021, cuando las herramientas necesarias para enfrentar el futuro son altamente complejas y, para acceder a ellas, se necesitan elementos teóricos sofisticados.
Es una pena que, a menudo, se olvide crear conciencia del deber y se abandone la obligación de inspirar con el ejemplo. Al darles la espalda a los grandes agujeros del sistema educativo, parece decirse: ¡De por sí, ya no importa! Pero sí importa y, para seguir adelante, se necesita dar el ejemplo, sembrar esperanzas, trabajar duro, desarrollar el gusto por conocer, por aprender, poner en obra grandes proyectos y modificar el «statu quo». Se requiere, con urgencia, lograr que la educación no sea una estafa.
El autor es exministro de Educación.