En una conferencia sobre filosofía y oficios domésticos que organicé hace un par de años, en la Universidad de Costa Rica, un estudiante preguntó, angustiado, qué podía hacer él para no contribuir con la división sexual del trabajo dentro de la casa.
Otra pregunta que suelo escuchar, muy común cuando doy conferencias, es ¿cómo hacer que las cosas cambien más rápido? Seguida de la respuesta que quien pregunta da, también con frecuencia, de que se debe educar en igualdad desde la escuela y en la familia.
En la escuela y la familia de crianza sí, por supuesto, pero eso tiene dos inconvenientes: tanto quienes ejerzan la docencia como quienes estén a cargo de educar a la prole deberían tener, previamente, el conocimiento y la conciencia del problema para poder educar distinto; y, el segundo es que ese enfoque nos permite aspirar a hacer algo solo con la niñez, pero no con quienes están en la adultez.
Aun así, repito, claro que se debe hacer, pero propongo que no cómo se acostumbra: enseñando que tanto niñas como niños son iguales, porque eso no es cierto.
En su lugar, sugiero que se hable del problema de la discriminación y la violencia que se ejerce contra todas las mujeres de todas las edades; así, la niña sabrá de qué hablamos, sabrá que está siendo escuchada y que está mal lo que le hacen, pues las niñas están conscientes, desde muy temprano, del trato desigual del que son objeto.
En su caso, el niño verá que no está bien y hasta podrá aprender a ser sensible ante el problema e inhibir comportamientos muchas veces estimulados por los adultos, tales como intentar besar a la fuerza a una niña «porque le gusta», según los testimonios que he recolectado, una y otra vez, de boca de mujeres hoy adultas.
Pero hay algo más que se puede hacer para acelerar el cambio: transformar nuestros comportamientos. En el caso de las mujeres se ha hablado muchísimo de cómo hacerlo y, con frecuencia, se les deposita toda la responsabilidad y se les culpa de ser quiénes transmiten el machismo, lo cual es cierto, parcialmente, debido, precisamente, a que la maternidad y el «maternazgo» son uno de los encargos que se les hacen culturalmente y que buscan, sobre todo, el cuido y la preferencia del varón.
Esta y otras imposiciones llenan de obstáculos las posibilidades de libertad para las mujeres, entre otros aspectos, porque están muy romantizados aún hoy día: aprenden a ser «mujeres» de forma muy afectiva, en un mercado donde lo que se espera y demanda a las mujeres sigue siendo «amor», no desarrollo intelectual ni ambición.
Aun así, millones de mujeres en el mundo logran día a día romper las normas y tener una vida más digna, exitosa y feliz, demostrando con esto que el cambio depende mucho de la voluntad de hacerlo, enfrentando en el camino la dureza que implica la autocrítica y la ruptura de normas sociales.
Pero por favor, cuando pensemos en transformación de los comportamientos, pensemos en los hombres también. Esto sería una novedad, los hombres pueden hacer el esfuerzo de reconocer qué tipo de ventajas tienen debido al sexismo; es decir, ventajas de las que gozan a expensas de las mujeres y, de seguido, pueden renunciar a aceptarlas, al estilo de esos actores de Hollywood que se bajan el salario en una película para que la protagonista gane igual que ellos.
Pues bien, una de las prerrogativas masculinas es verse exonerados del mundo de la reproducción debido a que suelen contar con una mujer «a la mano» que, por poner un ejemplo, les tiene un hijo y prepara la cena mientras sacan un doctorado. O, por poner otro ejemplo, se queda en la casa con la bebé mientras él sale a disfrutar de su «hobby».

Trabajo doméstico. Muchas investigaciones —como las de Melissa Benavides Víquez, entre otras—, demuestran el impacto determinante que el trabajo doméstico tiene en las estructuras sexistas, así que los hombres también pueden contribuir con el cambio con algo que me parece, es más sencillo y rápido, pues solo requiere actos mecánicos que pueden ser recordados con llevar una lista de obligaciones, si se quiere, y que fue lo que le respondí al estudiante con cuya pregunta inicié esta columna, el que buenamente deseaba saber cómo podía poner de su parte: los hombres deben hacerse cargo de sus necesidades domésticas.
No estoy hablando aquí de aquellas parejas de hombre y mujer que llegan a una especie de acuerdo para que él lleve el dinero y ella se quede en la casa trabajando en la reproducción de la familia. Está de más decir que cualquiera puede elegir eso y a nadie debería importarle.
Esto es, en aquellas familias compuestas por una esposa y un esposo y siendo que tanto ella como él trabajen asalariadamente —sin importar en qué trabajen o cuánto ganen—, los oficios domésticos o, en su defecto, la administración del personal doméstico, deberían ser asumidos igualitariamente, no solo en cuanto a carga, propiamente, sino también simbólica y psicológicamente.
No hablo, entonces, de que el marido «ayude» o de que se dividen cuantitativamente, pero la carga emocional la tiene la esposa; ni de que él hace, pero simbólicamente no se ubica como responsable, de forma que «no sabe» detalles tales como, dónde estará la medicina de la chiquita o de que se sentirá tan bien con lo que hace que se autopublica en redes sociales bañando al niño.
Hablo de que, si los hombres asumieran, de forma espontánea y natural, su responsabilidad, su parte de lo que debe ser comprado, preparado y limpiado, eso incidiría poderosamente sobre la manera en que se ve y clasifica a las mujeres, sobre el monto menor que ganan, los puestos de poder que no ocupan y la violencia diaria que sí enfrentan.
Pero, además, si los hombres lo hacen, las mujeres tendrían más tiempo para sí y eso es, siempre, libertad. En otras palabras, eso que Virginia Woolf simbolizó como una habitación propia: tener un lugar y un tiempo en el mundo para hacer lo que se quiera, realmente lo que se quiera.
La autora es catedrática de la UCR.