Dos días antes, Riley Moore, congresista republicano, lo precedió en otra visita carcelaria. La suya fue al tenebroso Centro de Confinamiento de Terroristas (Cecot) de El Salvador. En una foto que publicó en X, aparece en primer plano, con los pulgares de ambas manos hacia arriba, en signo de complacencia o victoria. Detrás, una masa de reclusos, rapados y con el torso desnudo, se agolpan en una gran celda, como piezas decorativas de su despiadado oportunismo teatral.
De lo mucho que se puede decir al comparar ambos hechos, destaco lo siguiente: por un lado, la compasión empática como guía de Francisco, no para justificar conductas quizá atroces, sino para reconocer la dignidad de cada ser humano; por otro, la crueldad sin recato como móvil de Ridley, ejemplo de lo que el politólogo estadounidense Timothy Snyder ha denominado “sadopopulismo”, una plaga sin fronteras.
Exhibo el contraste no tanto para censurar ese perverso rasgo de las tribus políticas más extremas, sino para terciar en la interminable discusión sobre si Francisco fue conservador o liberal, transgresor o inmovilista. Mi hipótesis: fue algo de ambas cosas y ninguna de ellas. Es decir, no creo que sus palabras, decisiones y omisiones, o sus fallas y aciertos, respondieran a una opción ideológica cerrada y binaria. Más bien, estuvieron guiados por la compasión como variable transversal, aunque no siempre comprendida.
La compasión lo llevó abrirse a los pobres, marginados y oprimidos; a las mujeres, las comunidades sexualmente diversas y los migrantes; a los desafíos ambientales y los excesos de modelos económicos insensibles. Lo hizo dentro de los inevitables límites dogmáticos del catolicismo, pero con interpretaciones inesperadas hasta entonces.
Creo que el suyo fue un centrismo social y teológico esencialmente progresista, no rupturista; es decir, complejo. Si algo lo cohesionó fue, precisamente, el hilván de la compasión, valor universal que a todos nos toca.
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Eduardo Ulibarri es periodista y analista.