Llegué tarde a ¡Por la fiesta!, pero al menos pude disfrutarla su último día, el domingo, en el Museo del Jade. La exposición –que quisiera, pero ya es inútil recomendar– estuvo abierta desde el 16 de noviembre pasado, para celebrar los 100 años del Instituto Nacional de Seguros, del que el museo es parte.
Más allá de sus múltiples valores curatoriales, me atrapó uno de sus ejes conceptuales: las fiestas como forma de encuentro, aunque, a veces, puedan interrumpirlas los pleitos o “golpes libres”, usuales en las celebraciones públicas a principios del siglo XX. Y aunque no aparece ninguna referencia a ellas, pensé en las que, por su profundo significado colectivo, me atrevo a considerar las mejores o, al menos, las más importantes. Ocurren con cronométrica frecuencia cada cuatro años, el primer domingo de febrero. Son –adivinaron– las elecciones.
Que una confrontación política se transforme en celebración gracias al acto de emitir el voto, puede parecer un golpe de alquimia. Digo que no, si pienso en que su base es deliberada y racional: las reglas claras y legítimas, los procesos decantados, y la naturaleza originaria de la democracia; es decir, los ciudadanos como determinantes de quiénes ocupan o dejan el poder. Sin embargo, digo que sí cuando, al comparar su ejercicio nacional con el de otros países, salta un rayo distintivo, intangible y, por esto, alquímico: la identidad emocional alimentada por el respeto, la civilidad y, sí, una arraigada convicción democrática que trasciende los conceptos y se hunde en las vivencias.
De ahí la celebración, que no es charanga, sino convergencia desde la separación.
Sé que existen actores –¿muchos?– interesados en que el carácter confrontativo se imponga sobre el encuentro. Sé que, por desencanto, desinterés o rutina, mucha gente opta por abstenerse. Son retos que debemos asumir como sociedad, pero la responsabilidad de superarlos corresponde, sobre todo, a los actores políticos.
La reciente encuesta de CIEP-UCR da cierto respiro: más que polarizados o escindidos sin remedio (aspiración de algunos), nos hemos dispersado políticamente; esto diluye el conflicto. Pero también expone una advertencia: la de un electorado que, desde su indecisión o desdén, ni siquiera se siente invitado a la fiesta. Esto sí es grave.
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Eduardo Ulibarri es periodista y analista.