
Para entender la crisis actual del Estado costarricense, es necesario analizar los orígenes de su concepción jurídico-política y la doctrina que la impregnó. Hasta 1948, el Poder Ejecutivo era el órgano político por antonomasia del Estado costarricense, que tenía facultades constitucionales y legales para tomar todas las medidas necesarias para resolver los problemas de turno. Tal era su poder, que Rodrigo Facio decía que el presidencialismo que consagraba la Carta Política de 1871 era un auténtico “luiscatorcismo republicano”.
En la Constitución de 1949, se atenuó este presidencialismo exacerbado mediante la introducción de algunas instituciones propias del régimen parlamentario, tales como la contrafirma ministerial, las comisiones de investigación, los votos de censura, etcétera.
No obstante, el Poder Ejecutivo continuó siendo el principal centro político del sistema durante las décadas de los años cincuenta y sesenta, pues estaba dotado de amplias potestades discrecionales para ejercer sus funciones constitucionales y legales, lo que le permitía actuar con agilidad en la resolución de los problemas nacionales. La Asamblea Legislativa, por su parte, regulaba su funcionamiento por un Reglamento Interno escueto, que permitía que los proyectos de ley se tramitaran con celeridad. Bajo esta estructura jurídico-administrativa, se construyó el otrora exitoso Estado social de derecho.
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Sin embargo, esta situación cambió radicalmente a partir de los años setenta. En efecto, basados en una concepción del Estado de derecho copiada de Alemania, Italia y de la doctrina administrativista española prevaleciente durante la última época franquista, el Estado de derecho costarricense cambió radicalmente, como lo demostraremos a continuación.
El modelo copiado surgió como consecuencia de una reacción lógica contra tres gobiernos totalitarios (Hitler, Mussolini y Franco), por lo que el culto por el principio de legalidad se convirtió en su pieza angular. De ahí se pasó a eliminar paulatina y aceleradamente la discrecionalidad administrativa y hasta la política de los órganos representativos, mediante la creación de innumerables órganos de control de carácter técnico.
En 1962, Eduardo García de Enterría, destacado administrativista español de gran influencia en nuestro país, inauguraba su cátedra con una conferencia titulada “La lucha contra las inmunidades del Poder”, donde desarrollaba la tesis de que no deben existir áreas de actividad de la Administración Pública exentas del control jurisdiccional.
La Ley Reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa de 1966 se inscribió dentro de esta doctrina y prácticamente eliminó los reductos de la discrecionalidad administrativa en nuestro ordenamiento. Posteriormente, la Ley General de la Administración Público reforzó y profundizó esta doctrina, creando una Administración Pública totalmente sumisa del principio de legalidad en sentido amplio, el cual incluye tanto las normas escritas como no escritas (principios generales del derecho, costumbre, jurisprudencia) y una serie de procedimientos de obligatorio acatamiento para el accionar de la Administración Pública.
A finales de la década de los ochenta, se creó la Sala Constitucional, a la cual se la dotó de extraordinarios poderes de fiscalización sobre la Asamblea Legislativa, tanto preventivamente como a posteriori, así como la posibilidad de interferir, por medio del recurso de amparo, sobre el diario accionar de la Administración Pública, inclusive en temas tan técnicos como la materia ambiental y la seguridad social.
A principios de los noventa, se creó la Defensoría de los Habitantes, que vino a establecer nuevos controles sobre el accionar de la Administración Pública, complementarios a los ya ejercidos por la Sala Constitucional y la Contraloría.
A mediados de esa década se dotó de carácter vinculante a los dictámenes de la Procuraduría para toda la Administración Pública y se reforzaron las potestades de la Contraloría con la promulgación de una nueva Ley Orgánica que ensanchó considerablemente el concepto de Hacienda Pública. Su margen de acción se reforzó también en el 2001 con la reforma al artículo 11 constitucional, para introducir los controles de eficiencia y eficacia en el funcionamiento de las instituciones estatales.
A partir de este momento, la Administración Pública quedó sujeta, en su accionar, a las labores fiscalizadoras de la Procuraduría y de la Contraloría a lo interno y de la Sala Constitucional y de la Defensoría de los Habitantes, a lo externo. Su discrecionalidad administrativa y política pasó a ser un recuerdo nostálgico del pasado.
La Asamblea Legislativa se enredó en sus propios mecates y, por medio de alambicadas reformas reglamentarias, creó una normativa interna, que ha terminado por paralizarla. Hoy día, un solo diputado puede ejercer el veto sobre cualquier asunto de interés nacional, como lo demostró la tramitación de las leyes complementarias del TLC y como actualmente ocurre con el de las jornadas 4/3.
El último elemento que ha terminado por maniatar al Estado costarricense es la preponderancia de los cuadros medios en la Administración Pública. En algunas de ellas, no se mueve un dedo ni se puede realizar ningún cambio sin el consentimiento previo de los mandos medios, que se han enquistado dentro de las instituciones y son los que realmente ejercen el poder.
Todo lo anterior ha conducido a que los gobernantes de turno se encuentren atados de pies y manos y que las eventuales decisiones innovativas que pretenden tomar para resolver los serios problemas que afronta el país no puedan ser ejecutadas, pues siempre hay una ley, un reglamento, una orden o una resolución de una institución de control o de un órgano asesor que lo impide. O simplemente los mandos medios deciden no hacer nada y todo se paraliza.
Después de ese rápido diagnóstico realizado en las instituciones públicas patrias, llego a la conclusión objetiva de que el Estado costarricense está colapsado. En efecto, el exceso de leyes, la tramitología innecesaria y la cultura burocrática "del no se puede", han terminado por distanciar al Estado de sus fines de servicio público y de los intereses de los ciudadanos.
Por tanto, se requiere de una reforma integral a nuestro sistema de gobierno para ponerla a la altura de los tiempos. En un artículo posterior me referiré a este tema.
Cierro este texto recordando las palabras de Constantino Láscaris: “No basta vivir cronológicamente en el siglo XX (ahora sería siglo XXI) para estar a la altura de los tiempos”.
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Rubén Hernández Valle es abogado constitucionalista.