Este lunes se reunieron en Luxemburgo los ministros de Relaciones Exteriores de la Unión Europea para evaluar el agravamiento de la crisis política de Nicaragua y debatir su posición ante la inminente reelección de Daniel Ortega en las votaciones el 7 de noviembre, sin garantías electorales y sin competencia política, teniendo a los siete aspirantes presidenciales de la oposición en la cárcel y los únicos dos partidos de oposición despojados de personería jurídica.
Dos días después, en Washington, los embajadores de la OEA sesionarán con el Consejo Permanente para analizar las consecuencias del fracaso de estas elecciones, sin credibilidad y legitimidad, que, como ha dicho la Iglesia católica a través de la Comisión de Justicia y Paz de la Arquidiócesis de Managua, representan «la pérdida de una valiosa oportunidad para enderezar el rumbo del país».
Esta doble iniciativa de la Unión Europea y la OEA para debatir sobre las estrategias y acciones que tomarán ante la dictadura Ortega-Murillo, antes y después del 7 de noviembre, representa una clara advertencia para el régimen sobre su creciente aislamiento internacional. Al mismo tiempo, plantea una oportunidad para establecer un diálogo entre las organizaciones democráticas de la oposición, que recientemente emitieron una declaración, y la comunidad internacional.
Ambas coinciden en la urgencia de delinear una hoja de ruta, nacional e internacional, para restablecer la democracia en el país, pero existe una enorme distancia entre la declaración de objetivos y la definición de los medios y las acciones para alcanzarlos.
Hasta ahora hay una coincidencia general en torno a dos puntos: primero, el desconocimiento de los resultados de la farsa electoral del 7 de noviembre, en el que se ha suprimido el derecho constitucional de los nicaragüenses a elegir y ser elegidos en un evento electoral sin garantías y sin competencia política. Y, segundo, la liberación de todos los presos políticos y la anulación de los juicios espurios con los que Ortega pretende inhabilitar el liderazgo democrático del país en futuras elecciones, para que una vez en plena libertad puedan preservar todos sus derechos políticos.
El debate sobre cuáles son las formas más eficaces para conectar la presión política nacional e internacional es mucho más complejo y no existen soluciones fáciles, sin costos políticos, por ejemplo, la presión diplomática externa, las sanciones individuales a los altos funcionarios del régimen, así como eventuales acciones de escrutinio por parte de los organismos multilaterales de crédito que financian a Ortega, ciertamente ejercen presión sobre el régimen y hasta generan la ira de Ortega y Murillo, pero serán inútiles para restablecer la democracia si no logran incidir en la recuperación plena de todas las libertades democráticas en Nicaragua.
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La solución a la crisis nacional está en Managua, no en Washington ni en Bruselas, pero para conseguirla los nicaragüenses necesitan recuperar plenamente su libertad, con el apoyo de la comunidad internacional. Y esto depende de acciones —nacionales e internacionales— que apunten a debilitar el Estado policial imperante desde setiembre del 2018, hasta lograr su suspensión y restablecer las libertades de reunión y movilización, prensa y expresión, y todos los derechos constitucionales.
Los nicaragüenses y también la comunidad internacional tenemos que aprender de los errores cometidos después de la rebelión de abril del 2018, cuando en el Diálogo Nacional, calculando que la dictadura pondría en riesgo el poder en las urnas, se concibió que era posible encontrar una salida a la crisis mediante elecciones bajo Estado policial.
El punto de inflexión se produjo cuando el gobierno de Ortega y la Alianza Cívica por la Justicia y la Democracia suscribieron dos acuerdos el 29 de marzo del 2019, teniendo como testigos a los representantes de la OEA y el Vaticano. El acuerdo de liberar a los presos políticos solamente se cumplió de forma parcial, mientras el «acuerdo para fortalecer los derechos y garantías ciudadanas» (léase suspender el Estado policial) nunca fue cumplido por Ortega, quien más bien endureció el cerco policial y lo reforzó con las leyes inhibitorias aprobadas en el 2020 para legalizar la represión.
A pesar del incumplimiento de este acuerdo crucial, la oposición aceptó ir a elecciones el 7 de noviembre bajo el Estado policial y sin garantías electorales, y el resultado ha sido el encarcelamiento de los aspirantes presidenciales y los líderes políticos y cívicos, incluidos cuatro de los seis firmantes de ese acuerdo: Juan Sebastián Chamorro, José Pallais, José Adán Aguerri y Max Jerez, que están acusados de «conspiración contra la soberanía nacional».
Sin embargo, la OEA y el Vaticano, testigos de la negociación, nunca le pidieron cuentas a Ortega por el incumplimiento del acuerdo firmado por el canciller Denis Moncada y fracasaron en su rol de mediadores y garantes de lo pactado. Mientras, la oposición democrática estableció un divorcio mortal entre la resistencia cívica y la vía electoral, que le facilitó a Ortega descabezarla por la fuerza.
La encuesta de CID Gallup, realizada en el mes de setiembre, confirma que, si las elecciones fueran hoy, un 65 % votaría por la fórmula de los candidatos de la oposición que están en la cárcel y solo un 19 %, por Ortega. Irónicamente, los presos políticos están derrotando a Ortega desde la cárcel, pero la dictadura seguirá en el poder.
La demanda por la liberación de los reos de conciencia debería entonces convertirse en el primer factor de unidad en la acción, promovido no solo por los familiares de los presos y la oposición política, sino por todas las fuerzas vivas del país con el respaldo de las Iglesias, el liderazgo del sector privado empresarial y de todas las organizaciones de la sociedad civil.
Promover la unidad nacional, sin que exista una solución política electoral a corto plazo, entraña costos y riesgos para todos los actores nacionales indefensos frente a las represalias del régimen, pero es imperativa para demandar la solidaridad internacional.
Si en la OEA aún no existen los votos para decretar como una acción hemisférica la ilegitimidad del régimen y la ruptura de la Carta Democrática por Ortega, lo que cuenta son las acciones que pueden tomar los Gobiernos, alianzas o bloques de países que sí tienen un compromiso para apoyar el restablecimiento de la democracia en Nicaragua. La inacción es el principal aliado de la dictadura.
El cambio empieza con el restablecimiento de las libertades democráticas para despejar el camino hacia una reforma electoral y elecciones libres, sin Ortega y sin Murillo, y con la presencia de las comisiones internacionales de derechos humanos, la CIDH y la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, a fin de garantizar el retorno seguro de los exiliados y sentar las bases de una comisión internacional de la verdad.
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El autor es periodista nicaragüense.