Cuando alguien sufre cáncer de piel, su curación no puede consistir en dejar de exponerse al sol o ponerse una curita en la parte afectada. Esa persona requiere de tratamiento médico especializado, posiblemente una cirugía y, luego, radiación o quimioterapia. La razón es muy simple: los problemas serios de salud, así como las graves disfuncionalidades institucionales, solo pueden atacarse y eliminarse de raíz; es decir, con cirugía mayor.
Por ello, nuestro sistema institucional necesita un remezón inmediato, so peligro de que terminemos siendo víctimas de las eficientes y novedosas instituciones que tuvimos en otro momento.
Don Alberto Cañas, con la agudeza política que lo caracterizaba, fue el primero en denunciar públicamente el cambio que se estaba dando en la concepción de nuestro Estado de derecho, hace más de 40 años. Sin embargo, nadie le prestó atención a su advertencia y el proceso siguió su marcha irreversible.
Como indicamos en un artículo anterior, en los últimos tiempos, el ordenamiento jurídico costarricense se ha complicado excesiva e innecesariamente, lo que ha producido el colapso del Estado y sus instituciones. Asistimos a una época de profundas transformaciones, caracterizada, sin embargo, por estructuras estatales paralizadas y heredadas del pasado, cada vez más inadecuadas para satisfacer las nuevas exigencias que han ido madurando en el seno de la sociedad civil y en el entorno internacional.
La situación de crisis vigente, expresada en el divorcio de las relaciones entre el ciudadano y la Administración Pública, es el resultado de la convergencia de fenómenos contrastantes. Por una parte, la gran cantidad de cometidos asumidos por el Estado ha conducido a la expansión de su intervención en el ámbito de la autonomía privada, de manera innecesaria y contraproducente, y sin recursos suficientes para satisfacer dichas tareas.
Por tanto, sugerimos, al menos, las siguientes reformas constitucionales, legales y reglamentarias: reformar el artículo 117 de la Constitución Política para exigir el cuórum solo para votar; prohibir la creación de nuevas instituciones o programas si no existe previamente una certificación de la Contraloría General de la República (CGR) en el sentido de que la nueva institución o programa cuentan con financiación fresca y no serán una nueva carga para el presupuesto; elevar a nivel constitucional la norma contenida en el artículo 27.1 de la Ley General de la Administración Pública, en el sentido de que los ministros deberán coordinar las funciones de la Administración descentralizada, lo cual lamentablemente soslayan en la actualidad; prohibir expresamente, pues ya está incluida implícitamente, la renuncia del presidente y de los vicepresidentes a sus cargos.
Asimismo, establecer que los magistrados serán elegidos por un plazo de 12 años sin posibilidad de reelección y variar su sistema de nombramiento; eliminar las funciones administrativas de la Corte Plena; replantear el tema de la Hacienda Pública para, entre otros aspectos, elevar a rango constitucional la regla fiscal; revisar el contenido de la autonomía de las municipalidades; exigir que la ley de empleo público se aplique, sin distinciones, a todas las instituciones estatales; definir precisamente qué debe entenderse por función electoral, para que el TSE no entre en conflictos de competencia con otros poderes. También son necesarias otras reformas de esta naturaleza que me quedan, por ahora, en el tintero.
Ajustes en leyes
Hay una gran cantidad de reformas legales que realizar, pero solo citaré algunas fundamentales: replantear las competencias de la CGR y las de la Sala Constitucional, creando tribunales de garantías constitucionales con el fin de deslindar la materia objeto de amparo de aquella que es objeto de la jurisdicción ordinaria; incluir la prohibición de que la Sala rechace asuntos con base en criterios meramente formales y quede obligada a resolverlos por el fondo; eliminar gran cantidad de órganos desconcentrados y reunirlos nuevamente con el órgano del cual se desprendieron. También, reformar la llamada ley de trámites innecesarios para ponerle más dientes y hacerla operativa y funcional; por ejemplo, que el otorgamiento de las licencias de apertura de nuevas empresas se haga por medio de declaraciones juradas, y si luego se constata que lo dicho en ellas es mentira o es inexacto, suspender la actividad empresarial por al menos seis meses. Este es el sistema operante en la comunidad europea.
Luego, hay que entrar a fondo al reglamento interno de la Asamblea Legislativa, el cual constituye una carlanca para su funcionamiento eficiente. Para comenzar, se debe consagrar el principio de la derogabilidad singular del Reglamento, de manera que por dos terceras partes de sus miembros puedan desaplicarse normas reglamentarias para casos concretos, pues, al fin y al cabo, la Asamblea Legislativa es fundamentalmente un foro de negociación política. La reiteración de mociones rechazadas en comisión debe restringirse tanto en cantidad como en su discusión en el plenario. Por ejemplo, podría establecerse que todo asunto que se someta a discusión en el plenario debe votarse dentro de un plazo máximo de cuatro meses, por lo que las mociones pendientes de discusión el día de vencimiento del plazo de votación se tendrían automáticamente por rechazadas. Esto tendría dos consecuencias importantes: se terminaría con el filibusterismo parlamentario y, segundo, los diputados solo propondrían mociones de fondo. El Poder Ejecutivo debería tener la posibilidad de que anualmente le voten tres proyectos de ley de su escogencia en un plazo que no exceda los tres meses; por su parte, cada fracción parlamentaria debería gozar del mismo privilegio, pero circunscrito a un solo proyecto. Desde luego, hay otras muchas reformas que deberían hacerse, pero este no es el lugar ni el momento para plantearlas.
Lo que procede, en estos momentos, es replantearse el concepto de Estado de derecho que ha permeado profundamente nuestras instituciones políticas y administrativas durante los últimos 40 años, a fin de que se logre un equilibrio entre la prerrogativa y la garantía, para que, al mismo tiempo, podamos contar con un Estado eficiente y moderno, capaz de hacer frente con éxito a los retos que nos plantea la sociedad moderna. Con las herramientas de las que disponemos en la actualidad estamos perdiendo la guerra a pasos agigantados. Los formalismos estériles prevalecen sobre la sustancia; la veneración del principio de legalidad a ultranza impide que los problemas sustanciales se resuelvan con celeridad.
Frente a los retos del siglo XXI, la transformación de la sociedad costarricense requiere de un Estado eficiente y moderno. Sin embargo, lo que tenemos hoy es un Estado caótico, endeudado, esclerótico y profundamente ineficiente. Reformar el Estado costarricense, hacer más eficientes sus procedimientos, volver a hacer realidad la noción de servicio público y revisar algunas de sus funciones tradicionales no son producto de una conspiración neoliberal, sino una constatación y una necesidad empírica evidente. La sociedad costarricense lo está reclamando a gritos. La reforma del marco legal e institucional del Estado costarricense es, por ello, una prioridad inaplazable.
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Rubén Hernández Valle es abogado constitucionalista.