Percibo una exagerada expectativa en relación con el alcance de la inteligencia artificial. Sé de amigos que han utilizado GPT3, por ejemplo, para planificar prácticamente toda la agenda de un viaje, desde la información de vuelos más convenientes hasta los lugares específicos que irán a visitar.
No me cabe duda de que en el futuro será una herramienta que tenderá a perfeccionarse exponencialmente y nos facilitará la vida en muchos aspectos, igualmente estoy convencido de que la inteligencia artificial nunca superará nuestras capacidades, como algunos creen y crean falsas expectativas.
Si hay quienes aspiran a sustituirnos a través de ella, al final del camino sus esfuerzos se verán frustrados. Para ilustrarlo, resulta oportuna una anécdota cervantina que extraje de una de sus brillantes paradojas literarias.
En el capítulo quincuagésimo primero del Quijote, Sancho se encuentra gobernando Barataria y le sometieron el siguiente caso a su jurisdicción: “Señor, un caudaloso río dividía dos términos de un mismo señorío… y esté su merced atento, porque el caso es algo dificultoso. Digo pues, que sobre ese río estaba un puente, y al cabo de él, una horca y una casa de audiencia, en la cual había cuatro jueces que juzgaban la ley que puso el dueño del puente y del señorío”.
La ley establecía que si alguien pasaba por el puente debía jurar primero adónde y a qué iba. Si juraba la verdad, lo dejaban pasar, pero si mentía, el castigo era la muerte en la horca, “sin remisión alguna”.
“Sucedió una vez que tomando juramento a un hombre, juró que se dirigía a morir ejecutado por orden de los jueces en aquella horca que allí estaba, y no a otra cosa. Advertidos los jueces del juramento, se dijeron: si a este hombre le dejamos pasar libremente, mintió en su juramento, y conforme a la ley debe morir; pero si le ahorcamos, en tanto él juró que iba a morir en aquella horca por nuestra sentencia, habría jurado verdad, y entonces por la misma ley debería ser libre”, continúa narrando el ciudadano de Barataria.
En un sistema metódico de justicia, esta paradoja no tiene solución, porque si al caminante se le deja continuar, en ese mismo acto se le hace reo condenado a muerte, y al mismo tiempo, si es ahorcado, lo que se consigue es que él diga la verdad, y, por tanto, sea una sentencia injusta.
Al final Sancho solucionó el problema mediante razones de orden superior, se decantó por absolver al viajero apelando a la creación de un sistema formal más elevado: la misericordia.
Invocando a su maestro don Quijote, Sancho declaró entonces: “Cuando la justicia estuviese en duda, pues siempre es alabado más el hacer bien que mal, y decantarse por la misericordia”. Así resuelve innovando con axiomas que hasta ese momento no estaban en el sistema, sino en un ámbito superior de creatividad inspirada. Algo que nunca podría un ordenador. Solo nosotros somos capaces de conseguirlo por nuestra naturaleza trascendente.
En su obra sobre las recientes conquistas científicas, el investigador español José Carlos González cita que Kurt Gödel demostró que todo sistema lógico coherente es necesariamente incompleto y que existen verdades que no pueden ser demostradas mecánicamente.
Sé también que el espíritu humano que percibe y reconoce realidades indemostrables es superior a toda máquina que mecánicamente será siempre incapaz de acceder a ellas. Por ejemplo, en 1930, el teorema de Gödel expuso, con relación a la mecanización de las matemáticas, que el pensamiento humano supera el conjunto de axiomas, reglas o programas, porque es capaz de creatividad propia, con una naturaleza única, genuina e irrepetible, no derivada ni consecuencia de un apotegma o proposición previa.
Por eso, me pregunto por qué el intelecto humano tiene la asombrosa facultad de una creatividad que es imposible programar, o bien de apreciar verdades indemostrables de forma absoluta, pero que las almas intuyen.
Para Gödel, igual que para otros intelectuales que se atrevieron a cuestionar tal misterio, en el trasfondo del entendimiento humano, que nos hace siempre avanzar más allá de lo mecánico, se apunta la influencia de una inteligencia absoluta que es trascendente, y que mueve nuestro espíritu a superar el propio límite de las posibilidades metódicas, y que yace presente en nosotros y en cada acto de innovación creadora.
De hecho, es lo que cimenta nuestra propia convicción de trascendencia. Aún más, es gracias a nuestra verdadera trascendencia que podemos intuir proposiciones que no se pueden dar por probadas, sino creyendo en otras suposiciones superiores, sin que sea necesario formalizarlas previamente, como sí están obligados los ordenadores o la inteligencia artificial.
A la inteligencia artificial le resulta imposible superar su propio sistema formal, por cuanto no puede utilizar información no presupuesta, como sí los humanos cuando echamos mano de nuevas realidades creativas.
El autor es abogado constitucionalista.
