
¿Sabe usted qué es una textura abierta? Su definición ha sido relacionada con el concepto de vaguedad, cuando tal vaguedad no es propia de la naturaleza del objeto, sino de un determinado contexto social en el que surgen muchas posibilidades de delimitación para interpretar a qué se refiere. Un ejemplo para ilustrar esto, según comentaba un día con un profesor de la Facultad de Derecho, es lo que llamamos discurso de odio, un concepto ampliamente debatido y controvertido que quizás muchas personas conozcan, pero no precisamente entiendan, o mejor dicho, que no se logre definir un consenso intersubjetivo sobre su significado.
Me he tomado el tiempo de leer, analizar y aprender sobre los orígenes, el estado actual y las implicaciones de los discursos de odio. De momento, no existe una definición ni en el derecho internacional ni en el derecho nacional que distinga o delimite, aunque la Estrategia y Plan de Acción de las Naciones Unidas para la lucha contra los discursos de odio, los ha definido como “cualquier tipo de comunicación, ya sea oral o escrita –o también comportamiento–, que ataca o utiliza un lenguaje peyorativo o discriminatorio en referencia a una persona o grupo en función de lo que son; en otras palabras, basándose en su religión, etnia, nacionalidad, raza, color, ascendencia, género u otras formas de identidad". Así, podemos comprenderlo como esa narrativa que busca, de forma deshumanizante, atentar contra la integridad de una persona en razón de su identidad.
Ahora bien, hay dos cuestiones que abordar: ¿cómo podemos diferenciar el discurso de odio de la libertad de expresión? ¿El combatirlo no implicaría una irrupción contra dicha libertad? Estas dos preguntas se pueden responder de forma muy sucinta mediante la siguiente frase: “mis libertades y derechos terminan cuando comienzan las libertades y derechos de las demás personas”.
Esto último, en palabras sencillas, significa que cuando nosotros ejercemos nuestro derecho a expresarnos, si lo que decimos se fundamenta en el ataque ad hominem en razón de las características identitarias de una persona (de dónde viene; qué religión o credo profesa; cuál es su color de piel, su identidad de género, su orientación sexual, su sexo o su condición física o mental, entre otros), deja de ser libertad de expresión.
El discurso de odio no solo se basa en insultar a alguien en razón de su identidad, sino el mismísimo hecho de considerar que su identidad no es válida o apoyar medidas en contra de su disfrute y goce de libertades.
Ahí, ya no interesa tanto cómo se diga, sino que el simple hecho de estar en desacuerdo con que alguien tenga derecho a vivir su vida como la vive (claro, siempre y cuando no haga daño a nadie) es discurso de odio.
Podemos debatir sobre economía, política, leyes o sistemas jurídicos, incluso aspectos socioculturales, pero lo que no se puede, bajo ninguna circunstancia, es negociar, debatir o limitar los derechos humanos. Y eso no significa que haya derecho a discriminar desde la hegemonía a grupos en condición de vulnerabilidad, sino que aquellos grupos históricamente oprimidos tienen derecho a no sufrir discriminación.
Como dije al inicio, el discurso de odio no tiene una definición universal. Sin embargo, determiné que existen varias pautas de derecho nacional e internacional para que en Costa Rica se comiencen a combatir los discursos de odio desde la legislación.
Por ejemplo, en la Convención Americana de Derechos Humanos, los artículos 13 (inciso 5) y 32 (inciso 2) son claros en definir que los derechos de cada quien se limitan por los derechos de las demás personas en virtud de las justas exigencias del bien común en el marco de una sociedad que conviva en democracia. Asimismo, en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, en el artículo 20 (inciso 2) se identifica una prohibición por ley de “toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituya incitación a la discriminación, la hostilidad o la violencia”.
Igualmente, un instrumento fundamental que hay para respaldar la legitimidad del combate contra los discursos de odio es la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Si bien no es jurídicamente vinculante, establece un precedente ético-moral de importancia para el marco de valores y principios que rigen un determinado Estado de derecho.
En esta herramienta es posible vincular el artículo 29 con el combate a los discursos de odio, según lo que establece: “En el ejercicio de sus derechos y en el disfrute de sus libertades, toda persona estará solamente sujeta a las limitaciones establecidas por la ley con el único fin de asegurar el reconocimiento y el respeto de los derechos y libertades de los demás, y de satisfacer las justas exigencias de la moral, del orden público y del bienestar general en una sociedad democrática”.
Por otra parte, se encuentra la Opinión Consultiva OC-5/85 del 13 de noviembre de 1985 de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, solicitada por el Gobierno de Costa Rica, en la que se reivindica el artículo XXVIII de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre y se destaca que “los derechos de cada hombre están limitados por los derechos de los demás, por la seguridad de todos y por las justas exigencias del bienestar general y del desenvolvimiento democrático”. Esto, de manera muy similar a las disposiciones de la supracitada CADH, se refiere a la necesidad de delimitar la línea de ejercicio de libertad sin que esta transgreda la de otras personas, en virtud del buen funcionamiento y orden en una sociedad de valores cívicos y democráticos.
No está de más mencionar tres artículos de nuestra Constitución Política en los que se indican claras bases para el combate de la discriminación desde el principio de igualdad ante la ley (artículo 33) –reiterado por la jurisprudencia constitucional como, por ejemplo, la Resolución 10771-2018 del 3 de julio de 2018–, la responsabilidad de las personas sobre los abusos en el ejercicio de la comunicación de sus pensamientos (artículo 29) y el cómo las acciones privadas que no dañen la moral o el orden público están fuera de la acción de la ley siempre que no perjudiquen a terceros (artículo 28).
El discurso de odio viola los derechos humanos al interferir con que una persona viva su vida libre de discriminación o estigmas, lo que frena sus libertades individuales. Es aquí donde podemos concluir que combatirlo no implica irrumpir contra la libertad de expresión, sino que más bien garantiza aún más dicha libertad. Ello, porque erradicar narrativas violentas y discriminatorias dentro de la sociedad propicia el establecimiento de espacios seguros bajo los que nadie correrá riesgo de expresar su identidad libremente. Es hora de que en nuestro país se legisle en contra de los discursos de odio.
m.ulethp@gmail.com
Mia Fink Uleth es activista por los derechos humanos y estudiante de Derecho en la Universidad de Costa Rica.