A medida que se acerca el día de las elecciones, dentro de cinco meses y algunos días más, se acrecienta la competencia por las diputaciones. Dado el número de aspirantes a la conquista de las curules, esta es la lucha frontal, que para el candidato a la presidencia de la República se torna en la jugada decisiva.
La configuración de las papeletas, con nombres y apellidos, define, en los lugares elegibles, el carácter del candidato, sus objetivos reales o ocultos, sus intenciones y su capacidad de mando. Lo hemos visto en estos meses. Pocas veces en la historia política del país se ha visto un panorama tan oscuro y complejo por cuanto, más que todo, imperan los intereses personales, tan difíciles de descifrar o de interpretar. Pareciera que a la mayor parte de los candidatos poco les importa el triunfo electoral, ya que otros propósitos personales o políticos subyacen en este juego. El caso más patético es el del Movimiento Libertario, cuya audacia o, mejor, su desenfado no tiene límites. Difícilmente se encontrará en nuestra historia política un caso parecido por su falta de seriedad y hasta por su comicidad.
Figura también en este elenco un personaje que muchos toman en broma, pero que, por su cercanía física y moral con el candidato, ejerce una influencia determinante. Se trata del amigote, con un poder que sobrepasa en mucho su capacidad, capaz de todo, es decir, de todo lo que le interesa al candidato, sumiso y leal, no por razones morales, sino por todo lo contrario, por su despersonalización, al punto que está dispuesto al sacrificio total por su jefe, o bien, a la traición. Su poder radica en lo que “sabe” y, por lo tanto, en el miedo que inspira. Es el dueño de los secretos del amo y de aquellos que lo rodean.
En estos días ya han aparecido algunos de estos individuos tanto más atrevidos cuanto más inseguros se encuentran, un fenómeno típico de los partidos divididos, donde el candidato no las tiene todas consigo, por cuanto en las filas del partido figura un personaje con poder suficiente para hacer daño, dada su capacidad de presión para lograr sus propósitos.
Si el candidato presidencial no tiene un carácter diamantino, capaz de guiarse por sus convicciones y por el interés nacional, y si cede en la selección de sus colaboradores, diputados, ministros o presidentes ejecutivos, puede perderlo todo. Basta un caso para perderlo todo. Y en una campaña, como esta, donde el triunfo final puede depender de la fortuna de quedar en un puesto segundón, si ningún candidato sobrepasa el 40% en la primera vuelta, el papel de estos podría provocar un gran desorden en la conducción de la política nacional. En fin, pueden sobrevenir días políticos aciagos.