En América Latina ha tomado cuerpo en estos años, gracias al poder del chavismo y sus acólitos, “la cultura del poder sin oposición” o concentración del poder, al que se ha llegado por medios extraviados o ilegítimos y que, conforme avanza el tiempo, en vez de disminuir, más bien, se afianza. Las reformas constitucionales forzadas, desde el Poder Ejecutivo y del partido mayoritario, han sido el motor y nutriente de estos cambios. El oficialismo se ha impuesto.
Por otra parte, la oposición constructiva, aliento educativo de la democracia, va en decadencia y “la oposición del espectáculo”, que ventila “trapos sucios” con ánimo destructivo, convierte el sistema democrático en un juego. Estos conceptos y los que siguen forman parte de la introducción de un artículo del periodista Juan Manuel Fernández C. del martes pasado en este periódico. Me gustan por su claridad y concreción este tipo de comentarios sobre cuestiones capitales. No soy devoto, en cambio, de los artículos en los que el autor se esfuerza en parecer culto.
En cuanto a Costa Rica, la oposición no se forja en estos años en la búsqueda de consensos, sino en las controversias. “Somos expertos –dice el autor citado– en la cultura del desacuerdo”. El ejemplo que nos ofrece Constantino Urcuyo habla por sí solo: en las ocho fracciones legislativas actuales para 57 diputados, 18 son subfracciones. En esta atomización programada no hay oposición que valga, aunque, al nacer, esta se bautice con un calificativo pomposo como Alianza por Costa Rica, que en un año de dominio legislativo teórico solo sirvió para naufragar.
El XVIII Informe Estado de la Nación dice: “… la actuación del Congreso se distancia cada vez más de las expectativas ciudadanas… el Congreso desaprovechó (en el período 2011-2012) la oportunidad de enviar una señal clara y positiva, de concordancia con las aspiraciones ciudadanas”. En ese período la oposición perdió toda autoridad y se afianza, entonces, “la democracia de la ingobernabilidad”, según el autor citado, agravada por la carencia de apoyo popular y un malestar social palpable.
¿Cuál es la causa de este desorden político y de esta desconfianza nacional? Es difícil expresarlo con precisión, por cuanto la responsabilidad es general, pero sí es posible acercarse a la verdad de nuestro país si repasamos nuestra propia historia y tomamos nota de que hemos salido adelante y hemos podido vencer los trances más complejos, cuando nos hemos atrevido a “derrotar la cultura del desacuerdo”. Esta es una decisión difícil en la vida, pues requiere grandeza de espíritu y dirigentes capaces de anteponer los valores esenciales.