¿Qué signo haces, oh Cisne, con tu encorvado cuello?, preguntaba, retórico, Darío, escudriñando precarios horizontes españoles. Rubén se cuestionaba un futuro incierto sin asidero para la esperanza. Su generación estuvo marcada por pesimismo existencial y su recelo funesto no se equivocó.
El presente de Costa Rica me da esa ansiedad. No estamos en crisis pasajera o en coyuntura ingrata a contrapelo de un vigor hace rato anodino. La sabiduría convencional lo repite hasta la saciedad: la pandemia solo desnudó calamidades preexistentes. El propio PAC en el gobierno no es causa sino producto de nuestro desconcierto. Que lo agudiza, es cierto, pero no cambia la esencia de nuestra epicrisis. En nuestras más preciadas instituciones se revelan contornos inequívocos de histórica fatiga. Doquiera que miremos, la crisis corroe cada hito de las grandiosas jornadas que construyeron el sentido de nuestro orgullo patrio.
El ICE es un ejemplo. Instrumento otrora de progreso, se ha transmutado en rémora. Encarece la producción, espanta la inversión, hace más dura la pobreza y atraviesa el caballo a todo intento de dinamización de generación eléctrica. Pero con tal poder de agencia que secuestra impune el espectro de frecuencias que necesita el país para atraer nuevas tecnologías. Sin cortar leña ni prestar hacha, solo una mano extraña podría obligarlo, de nuevo, a soltar monopolios. Pero el ICE no es el problema.
La Caja, con pandemia o sin ella, es incapaz de ofrecer un servicio satisfactorio. Alarga listas de espera y da el espectáculo funesto del escándalo nuestro de cada día: cuestionadas compras, Ebáis asumidos con irracionales costos, oneroso «call center» con base en cálculos fantasiosos, para no hablar de la crisis anunciada del régimen de pensiones. Y eso no le basta. Sus cargas sociales desincentivan la inversión y promueven la informalidad. Pero la Caja no es el problema.
Así, se acercan las urnas. Lo que debería ser acicate nos amarra y no hay luz en el levante. La democracia de mercadeo político se confabula con nuestra necesidad de consuelos fatuos. Somos víctimas de un caduco imaginario y ay de quien nos quiera despertar. Nutrimos un estrato de políticos indolentes que nacieron cansados para bregar contra nuestra complacencia ilusoria. Estamos en problemas porque somos el problema.
La autora es catedrática de la UNED.