Al día siguiente vinieron los primeros 135; el resto, poco después. Sin embargo, según el más reciente recuento de La Nación, solo 94 se han ido, formalmente de manera voluntaria. En cuanto al trato, el panorama es turbio. Comparado con el que reciben alrededor de 200 venezolanos recluidos en la siniestra cárcel Cecot, de El Salvador, aquí están en el paraíso. Pero denuncia tras denuncia de organismos competentes, nacionales y extranjeros, revelan que sus condiciones en el Centro de Atención Temporal para Migrantes (Catem), así como las opciones que se les han presentado, dejan mucho que desear.
La más reciente provino de la reconocida organización Human Rights Watch (HRW). Revela, entre otras cosas, la arbitrariedad del confinamiento en el Catem; su aislamiento no solo físico, sino también lingüístico y cultural; la falta de oportunidades educativas para 31 menores; los mensajes contradictorios de nuestras autoridades sobre su futuro, y las posibles presiones para aceptar la repatriación.
El trato, en general, ha sido digno, las autoridades han emitido permisos temporales –y prorrogables– de permanencia y abierto la posibilidad de que se conviertan en refugiados. Sin embargo, no pueden trabajar, y la presa de 220.00 solicitudes de refugio en Migración augura un limbo eterno.
Estoy entre quienes consideraban que era muy difícil resistir la presión de Estados Unidos. Pero había muchas formas de hacerlo, y el gobierno se encaminó por algunas de las peores: apresuramiento, falta de transparencia (aún se desconocen los términos del acuerdo), ausencia de un plan metódico e improvisación sobre la marcha. Resultado: tal como dijo HRW, además de ser cómplices (quizá inevitables) de deportaciones abusivas, hemos transgredido valores y obligaciones emanadas de nuestra Constitución y tratados internacionales, y golpeado la reputación como país de acogida a refugiados y bastión de los derechos humanos. Esto nunca debió ocurrir.
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Eduardo Ulibarri es periodista y analista.