Creo que los diputados están obligados a ser los más celosos centinelas del juramento constitucional del artículo 194, y cumplirlo ellos mismos ejercitando la única y legítima exigencia de cuentas asociada al control político que, paralelo a la producción de leyes, es la principal misión de nuestra Asamblea Legislativa.
Conviene refrescar lo que fue la intención inconfundible de nuestros constituyentes, hoy más importante aún que en 1949: “Aprovechar en toda su extensión la experiencia… de nuestra democracia, especialmente las lecciones derivadas de los últimos acontecimientos políticos, para prevenir… todas las posibilidades de recaer en lo que ha dañado la dignidad de la República. Sustituir… el sistema personalista de nuestra política por un régimen institucional, que garantice mayor estabilidad, y en este campo están las más importantes innovaciones que contiene el proyecto” (Exposición de motivos de la Comisión Redactora, 1949).
Es vital partir de nuestra Constitución, no ignorarla, ante varios proyectos del Gobierno para reordenar instituciones con el velado afán de reconcentrar poder en ministros o ahorrarse unas cuantas juntas directivas y algunos puestos de gerentes. En algunas declaraciones oficiales se intuye algo sobre lograr mayor “eficiencia”, aunque seguro se refieren a “eficacia”, pues la mera eficiencia no es precondición para “procurar el mayor bienestar a todos los habitantes… organizando y estimulando la producción y el más adecuado reparto de la riqueza” (artículo 50).
Y esto, estemos claros, no significa que no tengamos que preocuparnos por los costos mínimos deseables o el desperdicio de recursos públicos por improvisación o corrupción.
En transportes y obra pública, vivienda, agricultura y “desarrollo e inclusión social”, ya se anuncian iniciativas. Nadie debe perder de vista de dónde viene el semerendo desorden y la creciente corrupción que ahogan hoy en día al gobierno y a sus autónomas. Las municipalidades, a su vez, no son un dechado de lo contrario.
Régimen de autónomas
El constituyente quiso garantizar que las nuevas funciones para desarrollar al país no fueran víctimas de los nocivos excesos interventores del Poder Ejecutivo. Por eso crearon el régimen de autónomas con directivas que solo podían ser removidas por “causa grave”. Se crearon muchas autónomas que hicieron mucho bien al país, con tales juntas desligadas partidariamente del gobierno de turno y con gerentes de carrera leales a cada institución, no al partido.
Sin embargo, al cabo de 25 años se identificó una alta desarticulación entre ellas y el gobierno que bloqueaba logros mayores y más integrales. Por eso, en 1968 se eliminó en la Constitución la autonomía de gobierno de tales entes, dejándola sujeta a “la ley”.
Pero vino la funesta ley 4-3 de 1970 que no produjo una “mejor articulación” de tales entes con el gobierno, y en 1974 la Ley de Presidencias Ejecutivas empoderó un régimen servil al gobernante de turno, más enfocado en el “botín partidario” que en mejorar la “coordinación” entre ellas y el gobierno. Allí nació la creciente corrupción, desbordada de manera incontenible hasta hoy y paralela a la que se da en ministerios.
Como contrapartida negativa, no hubo interés político en la excelente ley 5525 de planificación, también de 1974, y menos en la 6227 de Administración Pública de 1978, por razones que hemos estudiado y documentado a fondo: exigían de todo presidente con cada ministro, mucha visión de estadistas, disciplina y transparencia para lograr el desempeño de ministerios y autónomas como un reloj, por sectores de actividad y regiones; y responder por ello. Pero nadie les ha exigido hacerlo, y la “transparencia” que tantos invocan se volvió un término vacuo.
Todo problema en materia fiscal o “duplicidades”, “mandos medios”, tramitomanía, mala calidad educativa, déficit habitacional, listas de espera, débil sector agropecuario, persistente pobreza, etc., es producto directo de la resistencia a reconocer y aplicar los clarísimos mandatos superiores sobre cómo gobernar, controlar, exigir cuentas y fiscalizar con excelencia.

Unificar instituciones
Fusionar entes “flexibles” con ministerios anquilosados, por ejemplo, y eliminar juntas directivas que son un contrapeso incómodo al frecuente poder arbitrario de los gobernantes, no tiene justificación. Menos cuando hoy día la corrupción y el autoritarismo amenazan a una institucionalidad mucho más compleja que la de 1949. Menos aún, cuando los ministros siempre han tenido la autoridad para manejar a tales entes como un reloj y no han querido hacerlo.
¿Una evidencia empírica disponible? La ley 7064, de Fomento a la Producción Agropecuaria (Fodea), de 1987, empoderó este extraordinario “modelito” de dirección y planificación sectorial y regional para el sector agropecuario. Su escandaloso incumplimiento para desgracia de los productores agropecuarios ha estado a la vista, pero ni gobernantes, legisladores, fiscalizadores y defensores lo han “notado”. ¿Leguleyadas? No, Estado social de derecho mondo y lirondo, ninguneado.
Sépase que las dos leyes referidas de 1974 y 1978 en que se inspiró Fodea, configuran el mismísimo “modelo” para todo el gobierno. Claro, es seguro que la empresa que reclutó a los actuales ministros nunca lo supo ni lo exigió como precondición para “proponer a los mejores”. La pésima noticia es que tampoco los partidos políticos lo han reconocido ni exigido nunca. La arquitectura de un Estado de primer mundo existe; faltan los “operadores”. ¿El problema de fondo? No pueden importarse. Hay que formarlos aquí (¿oigo risitas?).
Conciencia legislativa
Sería más fácil “intentar”, antes de embarrialar aún más la fangosa cancha en que se juega, que la Asamblea tome conciencia de que a ella le corresponde, con el auxilio obligado de la Contraloría y Defensoría, asesores y técnicos legislativos de carrera, no esperar pasivamente a que el Gobierno mande “cosas” irreflexivas o antojadizas, sino exigir que cada Poder Ejecutivo comparezca ante la Comisión de Reforma del Estado (antes de que el “casualismo” la torne inocua) y ante otros foros, y explique por qué los grupos de instituciones bajo su dirección política no pueden —o cómo sí podrían— resolver integralmente los problemas que sus leyes siguen regulando, en conjunto, con tanta visión y precisión.
Paralelamente, opino que los legisladores tienen el deber de estudiar a fondo dichas leyes y discernir (con ciencia, por supuesto) cuál o cuáles, y las instituciones pertinentes, realmente “sobran” o requieren ajustes leves o profundos, y exigirlos. Lo cual a su vez haría indispensable sopesar cuáles derechos constitucionales serían entonces “prescindibles” (sostengo que ninguno, menos si se recurre a una hermenéutica de eficiencia economicista, pues lo requerido es una de eficacia estratégica para entender cómo saltar al primer mundo de naciones). Esto sería actuar en grande, no mejenguear con el destino del país y acelerar que el agua acabe desbordándose.
El autor es catedrático jubilado de la UCR.