
Recientemente, Robert Francis Prevost, estadounidense bueno, desde el pontificado emitió su primera exhortación apostólica, Dilexi TE (“Te he amado”, en latín), que actualiza la doctrina social de la Iglesia católica en los nuevos tiempos.
Después de consideraciones teológicas e históricas, el nativo de Illinois, hijo de migrantes franceses y españoles, entra en importantes consideraciones sobre el pensamiento social de esta, su iglesia.
El Papa recuerda el concepto de bien común como destino universal de los bienes y la función social de la propiedad privada. El sacerdote agustino, misionero en Perú y con nacionalidades estadounidense y peruana, afirma, citando a Juan Pablo II, que “el trabajo humano es una clave, quizá la clave esencial, de toda la cuestión social”.
El heredero de san Pedro nos dice que las estructuras de injusticia deben ser destruidas con la fuerza del bien, a través de un cambio de mentalidad; pero también, con la ayuda de las ciencias y la técnica, mediante el desarrollo de políticas eficaces para la transformación de la sociedad.
No titubea en denunciar “la dictadura de una economía que mata y crea enormes desigualdades”, y reafirma luego que los desequilibrios provienen de “ideologías que defienden la autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera”.
Agrega que estas ideologías niegan el derecho de control de los Estados e instauran una “tiranía invisible” que impide resolver las causas estructurales de la pobreza y pretenden que la mano invisible del mercado y el goteo del crecimiento lo resuelvan todo.
El papa Prevost no duda en hablar de justicia social y describe los rostros de la pobreza que tienen causas de privación material, pero analiza también la nueva pobreza, la que emerge del crecimiento económico y crea desigualdades que claman por la equidad y producen una cultura del descarte.
La pobreza incluye también la marginación social y “la carencia de instrumentos para dar voz a la dignidad y capacidades, la pobreza moral y espiritual; la pobreza cultural, del que se encuentra en una condición de debilidad o fragilidad personal o social; la pobreza del que no tiene derechos, ni espacio, ni libertad”.
El Pontífice denuncia la violencia contra las mujeres que sufren exclusión y violencia sexual; la trata de personas; la emergencia educativa, el trabajo forzoso y la persecución de migrantes.
En referencia a estos últimos, cita al fallecido papa Francisco: “La respuesta al desafío de las migraciones contemporáneas se puede resumir en cuatro verbos: acoger, proteger, promover e integrar”.
La Iglesia, para Prevost, “camina con quienes caminan. Donde el mundo ve una amenaza, ella ve hijos; donde se levantan muros, ella construye puentes”.
Este valioso documento debería ser estudiado no solamente por los católicos, sino por todas las personas de buena voluntad.
Incluye, además, una reflexión profunda sobre el papel de los movimientos sociales en la lucha contra la pobreza y sus raíces: “La solidaridad también es luchar contra las causas estructurales de la pobreza: la desigualdad, la falta de trabajo, la tierra y la vivienda; la negación de los derechos sociales y laborales. Es enfrentar los efectos destructores del imperio del dinero. (…) La solidaridad, en su sentido más hondo, es lo que hacen los movimientos populares”.
Y añade que los movimientos sociales surgen de una cambiante sociedad civil global y “nos invitan a superar esa idea de las políticas sociales como una política concebida hacia los pobres, pero nunca con los pobres, nunca de los pobres.”
Luego de comenzar su papado con características de bajo perfil –necesario para apaciguar divisiones internas entre el progresismo del papa Bergoglio y las actitudes reaccionarias de algunos prelados alemanes y norteamericanos–, el nuevo obispo de Roma restaura rituales que Francisco no observaba, en su lucha contra el clericalismo (sentimiento de superioridad de los clérigos frente a los seglares), pero en esta exhortación empieza a surgir el sacerdote misionero con una visión universal que trasciende las fronteras del primer mundo europeo y norteamericano.
El nuevo pontífice conoce el “sur global” y, como Bergoglio en su viaje al fin del mundo -Mongolia-, habla también de la inequidad en las relaciones entre países ricos y pobres. Sigue así la orientación de sus predecesores que se constituyeron en abogados de los pueblos pobres (Paulo VI) o consolidaron la relación preferencial de la Iglesia con los pobres (Juan Pablo II).
Es una exhortación profunda que combina referencias a las escrituras con la historia del catolicismo y trata de adecuar los principios y valores cristianos a los desafíos sociales y políticos del presente. Hay que leerla.
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Constantino Urcuyo es abogado y politólogo con un doctorado en Sociología Política de la Universidad de París.