
Hablar del pasado suele traer tres ideas inevitables. Primero, que las modas son cíclicas. Segundo, que cuando vuelven, no necesariamente retornan iguales. Y tercero, que cada época deja lecciones que definen comportamientos y decisiones. El tipo de cambio en Costa Rica acaba de recordárnoslo de la manera más elocuente posible.
En las últimas semanas, el colón volvió a niveles que no veíamos desde noviembre de 2005, valores de la era de las minidevaluaciones. Que un país con un régimen de flotación administrada termine con una apreciación tan pronunciada debería despertar reflexión, no celebración. Porque, aunque los números parezcan familiares, el contexto es radicalmente distinto.
Las modas son cíclicas
La idea de que una moneda fuerte es sinónimo de una economía fuerte ha vuelto a instalarse peligrosamente en algunos pasillos del Banco Central. La nostalgia es comprensible, pero no por eso hay que revivir tendencias que demostraron ser muy costosas; atractivas a primera vista, pero inconsistentes con la realidad.
La apreciación del colón no proviene exclusivamente de un salto en productividad ni de una transformación estructural profunda. Pareciera que también responde a un conjunto de factores y políticas que han generado una sobreoferta persistente de dólares.
La aritmética es simple: cuando la oferta supera a la demanda, el precio cae. Y eso es exactamente lo que ha ocurrido. Cada quincena, las empresas extranjeras deben traer más dólares porque cada vez reciben menos colones por ellos. Ese exceso creciente (que a octubre superaba los $6.600 millones) presiona el tipo de cambio a la baja, alimentando un círculo vicioso. La apreciación obliga a traer más dólares, lo que a su vez aprecia aún más la moneda. Ese ciclo sigue hasta que las empresas, asfixiadas por la pérdida de competitividad, simplemente deciden empacar y marcharse.
Este problema no es nuevo ni exclusivo de Costa Rica. Otros países lo han enfrentado y manejado con pragmatismo: intervienen el mercado cambiario, acumulan reservas y protegen su competitividad sin complejos. Desde los tigres asiáticos hasta Suiza o Japón e incluso países cercanos como Guatemala han optado por actuar a tiempo para resguardar a sus productores y evitar que una apreciación erosione su base productiva.
Desde 1982, Costa Rica apostó por un modelo claro: basar su desarrollo en la promoción de las exportaciones. El consenso de entonces, y que en buena medida persiste, era sencillo: una economía tan pequeña no puede vivir únicamente de su mercado interno. Había que exportar más para obtener las divisas que permitieran a los costarricenses importar más y elevar su bienestar.
Durante cuatro décadas, esa ha sido la columna vertebral del modelo de desarrollo, incluido la del actual gobierno, que ha seguido promoviendo vigorosamente la inversión extranjera para generar empleo y expandir la capacidad productiva. Sin embargo, por primera vez desde aquel giro estratégico, enfrentamos una administración del Banco Central cuya política monetaria y cambiaria opera, paradójicamente, en contra de ese mismo modelo.
La tasa de política monetaria (TPM) terminó convertida en un adorno. Está ahí, pero solo se mueve si no incomoda al tipo de cambio. Como dijo hace un tiempo un prominente economista: el martillo se diseñó para clavar clavos, no para poner tornillos. Pues bien, hoy pareciera que la TPM se usa precisamente para lo segundo.
Lo importante para el BCCR sería hacer memoria. La idea de defender un colón fuerte a toda costa no es nueva. Fue una moda, y costosa. Entre 1978 y 1982, la obsesión por mantener una moneda artificialmente firme, sumado a un mal manejo de política fiscal y monetaria, terminó precipitando una de las crisis económicas más severas del siglo XX. Las lecciones del pasado el país las conoce demasiado bien.
En el mediano y largo plazo, un tipo de cambio apreciado no le hace ningún favor al país. Tarde o temprano, se traduce en una pérdida de competitividad, en menos inversión y en la desaparición de empleos que luego cuesta años recuperar. El tiempo siempre pone las cosas en su sitio. Lo que hoy se saborea como miel, mañana puede volverse amargo.
Las modas nunca regresan iguales
El proteccionismo, la industrialización forzada, la sustitución de importaciones y la vieja consigna de que “la apreciación es buena porque baja la inflación” vuelven a asomarse con sorprendente naturalidad. El problema es sencillo: estas recetas se abandonaron porque sus costos eran prohibitivos y sus beneficios, francamente dudosos.
La realidad habla por sí sola. Los sectores que hoy cargan con el peso de un tipo de cambio excesivamente apreciado son justamente los que más empleo generan y los que, en las últimas semanas, han salido a la calle a reclamar. No debería sorprendernos: cuando producir localmente se vuelve más caro que importar, el golpe es inevitable. El caso de la cebolla es apenas un ejemplo, pero uno especialmente simbólico y doloroso.
La política de metas de inflación existe por una razón. Primero, porque una inflación baja y controlada es saludable: suele indicar que el tipo de cambio no está artificialmente apreciado, sino ajustándose para preservar la competitividad. Segundo, porque permitiría tasas de interés más bajas, reactivando así el crédito y la demanda interna. Ese dinamismo, a su vez, se reflejaría en el mercado cambiario con una mayor demanda de divisas, lo que ayudaría a corregir el desbalance que hoy domina la ecuación.
Para un país donde 40 de cada 100 colones producidos provienen de las exportaciones, donde cerca del 70% de la inversión extranjera llega de Estados Unidos, y donde uno de cada dos turistas viene de ese mismo país, cuesta entender la lógica de sostener una apreciación sostenida, justo cuando nuestros principales competidores han optado por devaluar.
Mientras tanto, el mercado laboral sigue enviando señales de alarma: desde 2020 se han perdido más de 100.000 empleos en agricultura, construcción y hogares como empleadores; en la última década, más de medio millón de personas han salido de la fuerza laboral, y el desempleo juvenil supera el 25%. El PIB crece, sí, pero el día a día de las familias avanza a otra velocidad.
Cada época deja huellas que condicionan comportamientos y decisiones
Estamos por cerrar cuatro años marcados por un manejo atípico y muchas veces desconcertante de la política económica. Las marcas internas son claras. La primera, confusión. Un tipo de cambio apreciado que da una sensación de bienestar, pero al costo de estrangular a buena parte de la producción local.
La segunda es la ilusión de tranquilidad. Mirar solo los grandes números y desestimar sus detalles. Por ejemplo, la pérdida de competitividad, metas poco transparentes de la política monetaria y un conjunto de desequilibrios que heredará la próxima administración.
Volver a un tipo de cambio propio de la era de las minidevaluaciones tiene y tendrá consecuencias. El tipo de cambio dejó de funcionar como un precio que orienta hacia dónde debe moverse la economía y pasó a ser una señal distorsionada. Eso exige una discusión seria, no un análisis superficial ni complaciente.
Las modas vuelven porque resultan cómodas, no porque sean correctas. La tarea del Banco Central es distinguir cuándo un patrón que “suena familiar” es, en realidad, una señal de alerta. En economía, como en la moda, repetir sin entender sale caro. Y a diferencia de la moda, aquí no hay rebajas.
dortiz@cefsa.cr
Luis Liberman y Daniel Ortiz son economistas.