
En el Estado de derecho, la función de los jueces es contramayoritaria. Deben resolver con base exclusiva en la ley y las pruebas; deben abstraerse de encuestas, medios de comunicación o de presiones políticas. A raíz de recientes casos judiciales que culminaron con sentencias absolutorias, han surgido críticas infundadas contra los jueces, acusándolos de corruptos o de formar parte de redes de cuido. Sin embargo, la realidad es otra.
En esos casos se pusieron de manifiesto debilidad y/o ilegalidad de la prueba y, lo más grave, “deslices” de algunos fiscales que se valieron de testigos falsos y alguno que le vendió su alma al diablo. La labor de los jueces –rigurosa y apegada a las normas– evitó la condena de inocentes, lo que reafirma que el sistema está diseñado para proteger al individuo de los errores, de desviaciones de poder y de señalamientos de la opinión pública. El sistema fracasa cada vez que se condena a un inocente.
Es precisamente ese carácter contramayoritario de la justicia, el que debe evitar condenas de inocentes basadas en rumores, diatribas de poderosos o prueba falsa. La sociedad, desde tiempos inmemoriales, estableció (i) que serían terceras personas, objetivas e imparciales, quienes administrarían justicia (Deuteronomio, 16:19), (ii) que hay límites legales para creer o no creer en la prueba y (iii) la forma como debe tratarse a los testigos falsos (Deuteronomio, 19:15).
En los últimos meses “se cayeron” algunos casos, iniciados bajo la anterior administración del Ministerio Público. Esta institución, a la que quiero y respeto, en casos específicos cometió graves acciones contra personas inocentes. En un caso, buscó la condena de tres personas, ofreciendo como testigos (falsos) a funcionarios de la propia Fiscalía y –en dos ocasiones y frente a seis jueces– quedaron claras sus mentiras, razón por la cual ahora afrontan procesos por falso testimonio.
Otro caso es el de un fiscal que –por persona interpuesta–recibió un vehículo de la parte querellante para acusar a una persona inocente; la aceptación de dádivas por parte del fiscal consta literalmente en el informe del OIJ. Si los jueces no hubieran actuado con rigor de ley, cuatro inocentes estarían sufriendo prisión por delitos que no cometieron. Estas graves acciones no descalifican al Ministerio Público, que, en la generalidad de los casos, observa la ética y la lealtad procesal, pero obligan a un proceso de autocrítica.
Ante las habladurías por la “caída” de procesos es válido preguntar: ¿aprobaría usted que lo acusen con prueba falsa y los jueces, cediendo a las presiones sociales, mediáticas o parlamentarias, lo condenen? Conozco la respuesta de todos los lectores.
En protección del ciudadano señalado por la Fiscalía, se realiza el juicio; los jueces conocen la prueba y analizan su legalidad. En esa delicada labor, los tribunales deben escuchar a la defensa. Cuando la prueba es ilegal, tanto ilícita como espuria, deben excluirla.
Contra el trabajo técnico de los tribunales no cabe el argumento de que “todo el mundo sabe que el acusado es culpable” (falacia ad populum). En realidad, cuando “todo el mundo sabe”, nadie sabe.
Soy cristiano y tengo claro que mi fe nació de un proceso penal fundamentado en prueba falsa, voces de odio y el clamor popular. Como consecuencia, se aplicó la pena capital a un inocente que murió crucificado. Como creyente, tengo claro que la justicia no se imparte con páginas de periódicos, ni con poses desde la Asamblea Legislativa, ni con los populistas discursos de odio de Zapote. La justicia está a cargo de jueces, quienes, impuestos del contenido de las pruebas, aplican la ley.
Debemos tener mucho cuidado cuando hablamos de justicia. Es fácil ser cristiano de plástico y golpearse el pecho en el templo, pero, terminado culto y la simulación, se caerá en la ligereza de señalar y condenar sin pruebas al prójimo.
Como pueblo educado y maduro en democracia, debemos aspirar a una justicia imparcial, aunque sus decisiones sean impopulares, aunque no satisfagan al grito irracional, ni al populismo, ni a los discursos de odio que ponen en riesgo la libertad de inocentes.
francisco@dallaneseabogados.com
Francisco J. Dall’Anese es abogado.