“Señor conductor, en este barrio no sobra ningún niño”, decía un rótulo metálico en el punto donde empezaba mi vecindario, en los años 80. El mensaje, aunque un tanto cifrado, procuraba informar a los conductores de que el Estado estaba velando por los peatones, y uno se sentía protegido.
Además, se percibía la mano estatal mediante la presencia de la Policía de Tránsito. Conforme pasaron los años, el control se fue diluyendo y la cantidad de vehículos creció exponencialmente (a 1,9 millones) hasta desembocar en el caos, en “un país sin ley”.
No, perdón, no es que no exista ley. Las leyes sí existen, pero nadie las hace cumplir. En las carreteras no se siente la mano del Estado. Hoy, es común observar jóvenes sin casco en motocicletas en el centro de San José (algo que antes solo se veía en zonas rurales), así como motos y carros invadiendo aceras, y conductores que violan constantemente los límites de velocidad, los límites sónicos y cualquier límite que usted quiera imaginarse, incluido el de no orinar en propiedades ajenas. Además, en cruces sin semáforos, los peatones deben esperar a que pasen los carros; es un país al revés.
¿No es este desorden un caldo de cultivo para el crimen organizado? ¿No es fácil para los criminales contratar motociclistas que evadan cualquier presa violando la ley sin que nadie les diga nada?
Desde la pandemia, el crecimiento en la cantidad de muertos y lesionados en carreteras va de la mano con el de homicidios. Costa Rica cerró el 2023 con una tasa de 417 lesionados en accidentes por cada 100.000 habitantes, una epidemia.
No hay árbitro en las calles. A veces, pasan días sin que uno vea un policía de Tránsito. De aplicarse la ley, la sensación de control podría ser un desincentivo para el crimen.
No solo escasean los policías de Tránsito, sino también los recursos con que trabajan, al grado de que deben rendir la gasolina para patrullar. En la corrección de estas carencias, está la verdadera mano dura que se necesita. Hoy, por cierto, muchos países usan tecnologías de control vial que podríamos emular.
A este caos sumemos el abandono del transporte público. Costa Rica tiene una cultura carrocentrista que perpetúa el colapso. Quitando a los menores de edad, tenemos un automotor por cada dos personas.
Urge un gobierno capaz de poner orden.