El pulpero de mi barrio de crianza se llamaba Jesús. Al otro lado del mostrador, Chus o Chuta, como le decíamos en mi casa, recibía a sus clientes con una sonrisa bonachona que invitaba a quedarse un buen rato.
Mientras él despachaba los encargos que le llevábamos, los chiquillos nos dedicábamos a merodear por los frascos de confites, galletas y respostería. Los marcianitos, los dedos, los tosteles, las melcochas de estrella, las josefinas, las tapitas, las orejas, los coquitos, los gofios, los besitos, las burbujas... Tanta tentación junta era irresistible.
Durante este ritual de “ver y desear”, observábamos de reojo a Chus sacando las cuentas de nuestra compra con la esperanza de que sobrara algún vuelto o que nos diera “la feria”. Absortos en nuestros afanes infantiles, prestábamos poca atención a las conversaciones que armaban los adultos en la pulpería sobre el fútbol, la política o el último chisme del barrio.
Tampoco entendíamos la angustia del vecino que acudía a pedir que le apuntaran en la libreta “de fiado” una libra de arroz, una barra de manteca, una docena de huevos o una botella de leche. Para nosotros, la libreta de Chus no era más que un desvencijado cuadernucho cargado de garabatos, números y nombres. Lejos estábamos de imaginarnos su verdadero significado.
En ese artesanal registro, se plasmaba uno de los actos de fe y solidaridad más solemnes que puede haber entre un comerciante y su clientela. Pedir fiado significaba, en aquel entonces, la solución más desesperada a la que podía acudir una persona a quien no le alcanzaba el dinero para terminar la quincena.
Jesús reservaba su libreta para los compradores de más confianza, aquellos que con toda certeza irían a pagar sus deudas con la brevedad posible.
Un día cualquiera, sin mayor aviso, la pulpería de Chus cerró sus puertas para dar paso a un edificio de apartamentos. El barrio ya nunca volvió a ser el mismo.
Afortunadamente, en diversos lugares del país estas pequeñas ventas al detalle todavía sobreviven aferradas a su peculiar sistema de crédito y de atención personal. Un sondeo llevado a cabo el año pasado por la organización Fundes Latinoamérica revela que operan 2.224 pulperías tradicionales de mostrador.
Dichos negocios, según el estudio, generan ventas anuales por $820 millones, aunque solo el 36 % utiliza datáfonos para recibir pagos con tarjeta.
Con jornadas que llegan a las 14 horas diarias, durante toda la semana, los establecimientos básicamente atienden a personas que viven en sus cercanías.
Siguen siendo un oasis en medio del ajetreo de los grandes comercios. Son un rincón donde se detiene el tiempo y palpita, como en la pulpería de Chus, el sabor a pueblo.
Ronald Matute es jefe de Información de La Nación.