Doha. Catar ha invertido grandes cantidades para albergar con suntuosidad el Mundial de fútbol de 2022. Pero mientras llega ese momento, el complejo residencial ideado por el comité organizador recibe a unos huéspedes inesperados: los refugiados afganos.
“En nuestra casa no tenemos todos estos equipamientos”, afirma Ahmad Wali Sarhadi, un afgano de 36 años instalado en un edificio de dos pisos junto a un compañero de infortunios, Khalid Andish, de 24.
Dos sofás, una televisión de pantalla plana, dos camas, una cocina equipada y aire acondicionado. Resulta surrealista imaginar a Ahmad unos días atrás, en su casa de Kandahar, en el sur de Afganistán, con su esposa y sus cinco hijos.
Este periodista, quien trabajaba también para una asociación humanitaria financiada por Estados Unidos, dice que los talibanes que se hicieron con el poder a mediados de agosto, le buscan desde hace más de dos años.
"Cuando los oí llegar en la calle, salté al otro lado de un muro. Me puse un turbante para parecerme a un talibán", confiesa Ahmad.
“Llamé a mi mujer. Ella lloraba. ‘Voy a Kabul’, no se lo digas a nadie’”, le dijo él.
El complejo que aloja a Ahmad, el Park View Villas, con una capacidad para 1.500 personas, es fruto de la voluntad de Catar de invertir en el deporte para brillar en el ámbito internacional. Diferentes delegaciones, medios y personalidades se hospedarán en él durante el próximo Mundial de fútbol, previsto del 21 de noviembre al 18 de diciembre de 2022.
Pero por el momento el complejo constituye un refugio inesperado para los afganos.
Casi todos estos 600 refugiados son periodistas. Todos ellos huyeron, con el recuerdo aún vivo de los abusos y falta de libertad y tolerancia que imperaron durante el anterior gobierno talibán, entre 1996 y 2001.
“Nadie se interesó por nosotros, salvo los cataríes”, afirmó Ahmad.
Tras evacuar a cerca de 50.000 personas desde mediados de agosto, el riquísimo emirato ha adquirido una reputación positiva.
Sin noticias de sus familias ni idea de lo que vendrá
Ahmad narra su huida, de manera vívida pero con la emoción ahogada en fuertes dosis de antidepresivos.
Cuenta que una vez en la capital, acudió todos los días al aeropuerto, a primera hora, con la esperanza de poder entrar.
El Comité de Protección de Periodistas (CPJ, una ONG estadounidense) le garantizó que le ayudaría. Después, recibió una llamada de los cataríes.
“Desde el 13 de agosto no he tenido ningún contacto con mi familia”, cuenta el comunicador.
En su mano izquierda, cuyos dedos fueron amputados por una bomba de los talibanes hace más de diez años, sujeta el smartphone en el que desfilan fotos de su familia. Un selfi de su hija pequeña y su radiante sonrisa aparece en la pantalla.
De Kandahar conserva solo una mochila, un libro, un ordenador y su única riqueza verdadera: sus papeles y sus diplomas. Su vida cabe en una bolsa de plástico.
"Físicamente estoy en Doha, pero mentalmente estoy en Afganistán con mi familia. Estoy como muerto", explica Ahmad.
Fuera, unos niños juegan en un patio. Mujeres pasean charlando. Un hombre luce una camiseta con esta frase de esperanza en inglés: “Comienza algo nuevo, ahora. Ser persona”.
Khalid Andish se marchó de la radio en la que trabajaba, en Kabul, el 15 de agosto. Y ya no regresó más. No tiene noticias de sus hermanos y hermanas desde entonces.
"Yo estaba en la lista de los talibanes, podrían ir contra mi familia si no me encuentran", afirma.
Él espera algún día “ser capaz de servir a (su) país como periodista, activista, profesor, formador...”. Aunque de momento no tiene “ninguna esperanza de regresar”.
En cada casa se repiten relatos de huida y de angustia. También se siente algo de esperanza, entre los que saben dónde irán a instalarse. Irlanda, Irak, Ruanda, Estados Unidos, Gran Bretaña... Parece una triste lotería en la que nadie gana.
Ahmad, por su parte, espera: “No sé quién me aceptará como refugiado”, se pregunta.