Una niñez perversa que se pierde en un laberinto; el mundo del deseo prohibido que florece como grandes falos, explosiones eróticas y tacto febril; grandes máquinas que se tambalean en un reino fantástico donde las ensoñaciones dan forma a lo reprimido. No hay muchas películas como Un rêve plus long que la nuit (’Un sueño más largo que la noche’), y de todos modos, quizá solo en los años 70 pudieron existir. Para dicha nuestra, la podemos ver de nuevo.
El ciclo Preámbulo del Centro de Cine ofrecerá una función gratuita y única de Un rêve plus long que la nuit (1976, 75 min.) el 11 de julio, a las 7 p. m., y si se la pierde, envidiará a quienes se extravíen por este reino psicosexual. La segunda película de la artista visual Niki de Saint Phalle, realizada en colaboración con su colega Jean Tinguely y el cineasta radical Peter Whitehead, recién fue restaurada en 4K, y lo que por años fue rara avis del repertorio cinéfilo ahora empieza a ganar adeptos por todas partes.

Que quede claro que no es una película para todos los paladares. Ingenua y oscura, ruidosa y erótica, conserva el tenor de un cuento de hadas, donde nuestra niña protagónica se extravía por un mundo de ensueño poblado por fantásticas y fálicas criaturas, incluida una inmensa instalación cinética de Tinguely.
Toda la fantasía la atraviesan las formas y colores de Niki de Saint Phalle, una artista francoestadounidense célebre por sus esculturas y pinturas de colores vívidos y voluptuosas figuras. El filme emergió en la década que nos trajo la Piel de asno (1970) de Jacques Demy y los Cuentos inmorales (1973) de Walerian Borowczyk, los años de la antipsiquiatría, las postrimerías de la liberación sexual y la paranoia creciente del mundo “avanzado”. Es una delicia repelente, una seductora perversidad.


Un cuento de hadas perverso
Nuestra Camélia empieza como niña y se encuentra, a través del espejo, como una princesa prerrafaelita crecida antes de tiempo, escandalizada y muda, seducida y repelida por partes iguales (de adulta la interpreta Laura Duke Condominas, hija de la directora).
En el mundo de Saint Phalle, “el jardín del Edén está contiguo al Infierno”, donde flores carnívoras y dragones lujuriosos asedian a una soñadora incapaz de creer la crueldad del deseo. Daddy (1973), su primera película, codirigida con Whitehead, representa la liberación de un padre opresivo en lo físico y lo sexual, con escenas de incesto y las grandilocuentes figuras de yeso y tela que en Un rêve pueblan un mundo inconcebible para la moral imperante.

Hay penes de papier-mâché, falos que eyaculan confetti, brujas lascivas y aves dudosas, un desfile de figuras arquetípicas del análisis del voyeurismo y la sexualidad que, por aquella época, trastornaron la cultura. Pero lo que emerge de aquel caos no es una curiosidad añeja, sino el deseo de reventar los límites de lo visual, entrelazar lo cinematográfico con la pintura, la escultura y la instalación, el arte que todo lo transforma en juego.

