Es la reina del cuento. Creó el término “microficción”. Pedagoga por vocación entrañable. Pluma de hondísimo calado. Una estudiosa que ha hecho muchísimo por su país de adopción, y ha escrito innúmeros ensayos sobre sus colegas ticos. Es Myriam Bustos: otro nombre para la generosidad y la bondad.
Llegó a Costa Rica en 1974, un año después del “tanquetazo” perpetrado en Chile el 11 de setiembre de 1973. Su esposo, el destacado intelectual Raúl Torres (crítico de la cultura, filólogo, historiador) recibió al día siguiente del golpe el comunicado eufemístico: la universidad de la que fue vicerrector de docencia sería objeto de una “reestructuración”. Con esa infame perífrasis lo ponían de patitas en la calle. Uno de sus sobrinos fue secuestrado, torturado y sesinado: le cortaron los dedos. Raúl se fue para Perú, que como toda Sudamérica, sangraba bajo una de las dictaduras implantadas por Nixon, Kissinger, y el ominoso “Plan Cóndor”, el acuerdo mediante el cual los déspotas de cada país se comprometían a ofrecer ayuda solidaria a las demás dictaduras. En Perú le negaron la residencia. Carlos Monge Alfaro, entonces exrector de la Universidad de Costa Rica, descubre a Raúl, y le dice: “¡Véngase con su esposa para mi país!” Raúl comienza enseñando cuatro horas de Historia de la cultura en la UCR y Myriam se incorpora a Cedal, una institución financiada por Alemania Democrática que operaba en Santa Bárbara de Heredia. Conoce a Alberto Baeza Flores, que le recomienda, para iniciarse en la literatura costarricense, La ruta de su evasión, de Yolanda Oreamuno. Este fue el bautismo literario de Myriam en nuestro país.
Pero abordemos la máquina del tiempo de H. G. Wells, y viajemos al pasado. A los ocho años escribió su primer cuento: se llamaba “El perro que volvió a casa”, y a los doce publicaba en la revista infantil “El cabrito”. Los perros: su lealtad, su ternura, su compañía silente pero cuajada de afecto… uno de los grandes leitmotivs de su literatura. Myriam es laureada por sus libros Tribilín prohibido y otras vedas, así como Las otras personas y algunas más, acreedores al premio “Gabriela Mistral”.
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Perdió a su padre, reconocido psiquiatra, a los cinco años. Padecía depresión. Un día cualquiera se suicida, dejando una nota en la cual declara no querer infligirle a su familia el sufrimiento que supone vivir con una persona afecta de esta dolencia. La única imagen que Myriam guarda de él es la de un bofetón. Amargo recuerdo. La familia queda reducida a Myriam, su hermano Iván, y su madre Olga. Esta, apenas traspuesta la veintena, se casa con un carabinero de setenta años apodado “el perro”. Era patológicamente celoso, y bebía báquicamente. Tenía cuatro hermanas tan locas como él. Un día, en pleno almuerzo familiar, se lleva la mano al cinto para sacar una pistola… rápido como un relámpago, guiado por certerísimo instinto, el primo Eduardo “lee” el gesto, se anticipa a él, y le arrebata el arma.
La madre es una mujer talentosa: escribe un libro sobre enfermos mentales, titulado Zona de sombra. Fue premiado en Chile. Llevada al límite del agobio, decide suicidarse y sale de la casa bajo un aguacero apocalíptico. El lugar habitual para los suicidas era el Canal San Carlos (el equivalente chileno de nuestro puente “de los anonos”). Los niños salen desesperados a buscarla en bicicleta. La encuentran calada hasta los huesos, desvariando, delirante: no reconoce a sus propios hijos. Durante tres meses no saldrá de este desgarrador extravío.
Tal coeficiente de dolor debía somatizarse de una u otra manera. Myriam contrae tuberculosis peritoneal, y pasa el año 1951 entero en cama, a dieta de estreptomicinas. Tan pronto se repone, la enfermedad migra a sus trompas de Falopio. Es preciso extirpárselas. El año 1952 se desliza, como un nuevo fantasma, y Myriam sigue postrada. No podrá tener hijos. En el año 1953 conoce a Raúl, su compañero durante 64 años, incluyendo los cinco de noviazgo “durante los cuales, por supuesto, hicimos el amor” -menciona con miradilla maliciosa-. Fue su compañero, su bendición, su ángel de la guarda, su crítico, a veces su calvario… pero esto tiene un nombre muy simple: se llama “vida”, y el que no quiera dolor mejor hará en retirarse a un convento de clausura.
En Costa Rica, Myriam se prodiga como profesora, crítica literaria, teatral, cinematográfica. Tiene un espacio en La República: “El rincón del idioma”. Aparece tres veces por semana. Sus libros Las otras personas y algunos más y Que Dios protege a los malos son premiados en los Juegos Florales Centroamericanos celebrados en Guatemala. Costa Rica la galardona también en múltiples ocasiones, la última vez con su fascinante novela corta Los ruidos y Julia. A instancias de Alfonso López Martín y José Marín Cañas fungió como profesora de puntuación en el Instituto de Cultura Hispánica. No cesa de señalar que en Costa Rica la gente escribe con pésima sintaxis y peor puntuación. La situación no ha hecho más que empeorar desde su diagnóstico. Escribe abundosamente en La República, La Nación, el Semanario Universidad, el Excelsior, la Revista Nacional de Cultura, Káñina… Es una pluma ubicua y siempre bienvenida. Se reúne los sábados por la tarde en casa de José Basileo Acuña, en compañía de su amiga Lilia Ramos: concilios tan legendarios como los “martes de Mallarmé”, a los que asistían Proust, Gide, Monet, Debussy, Ravel. En el lado feo de las cosas, Beto Cañas le veta el acceso a la Academia de la Lengua por no haber nacido en Costa Rica. En todo país tercermundista existe este tipo de argollas herméticas: generalmente son lo que Jardiel Poncela llama “sociedades generales de bombos mutuos”.
Ha sido una larga travesía… a los 87 años, Myriam asegura que jamás pensó vivir tanto. Pero está íntegra, lúcida, intelectualmente vigorosa, no ha perdido nada de su filo y mordacidad crítica. Los múltiples volúmenes de microficciones desnudan su implacable escalpelo social. Siente profunda gratitud por Costa Rica. Ha escrito pantagruélicos volúmenes apoyando a nuestros escritores. Es imposible no quererla. Es buena, buena, buena: es Myriam Bustos, una bendición para nuestras letras, y un regalo de Dios para quienes somos sus amigos o alumnos.