El término “impresionista”, creado por el crítico Le Roy en un comentario del periódico Le charivari para calificar el cuadro de Monet, Impresión, sol naciente, inspirado en el paisaje del puerto del Havre, y retomado para la primera exposición impresionista de 1874, tiene un viejo fundamento filosófico: ¿son las impresiones sensoriales externas las que moldean nuestras estructuras mentales, o son más bien estas las que nos permiten percibir las impresiones, definirlas, identificarlas? La discusión data de tiempos de Platón. A ella Monet da una respuesta inequívoca: son las impresiones las que dan forma a nuestra mente. Es a través de ellas que aprendemos a pensar. Y lo que determina estas impresiones es la luz. La gestión artística de Monet, en sus propias palabras, puede resumirse de esta manera: no pintar el objeto, sino lo que hay entre el objeto y quien lo mira. Ese misterioso, siempre cambiante espacio liminar, que varía constantemente según el capricho de la luz. Monet no hizo otra cosa que pintar resplandores, brumas, sol, lluvia, días grises, la sombra de las nubes: todo lo que incidiera sobre la luz en cada momento dado. Un enamorado del instante, de lo irrepetible, un poeta de la luz.
“Detesto que se hable de mi vida: eso no le incumbe a nadie. Execro las biografías, las entrevistas y los chismorreos. Lo único que cuenta es mi arte” –responde Monet en 1918 a una periodista inglesa–. Perdón, Maestro, pero por respeto a nuestros lectores, vamos a tener que hablar de su vida: apenas un poquito. Nace en 1840 en París. A los veinte años toma la resolución de hacerse pintor. Lo hará, sin embargo, a su manera: “Siempre he tenido horror de las teorías pictóricas. Mi único mérito consiste en haber salido a la naturaleza y captar lo que esta tiene de más fugitivo. Si hay algo que deploro es que se haya usado mi obra para crear el término “impresionismo”, impuesto a artistas tan disímiles como Renoir, Manet o Degas”. Año de luz y de sombras, 1870: horror de la Guerra Franco-Prusiana. Su gran amigo, el pintor Bazille, muere en el campo de batalla. Se casa con su modelo predilecta, Camille. Huye para Londres, donde conoce a Durand Ruel. Dueño de varias importantes galerías en Londres, Ruel le organiza a Monet una exposición que será un triunfo.
Comienzo de la gloria, empañada por algunas heridas. En 1879 muere su esposa. Fascinado por la costa Normanda, crea la mayoría de sus paisajes marítimos. Tres años más tarde se instala en Giverny, su futuro taller, la más grande de sus obras maestras: jardín - pintura, pintura - jardín. Amistad profunda con el escultor Rodin, que le obsequia varias de sus obras, con el poeta Mallarmé, y todos sus colegas del impresionismo. La armonía de sus relaciones no se vio nunca empañada por el menor asomo de envidia. Como decía Schumann: “Quizás solo el genio puede comprender al genio”. En 1892 se casa con otra de sus modelos: Alice Hoschedé. Viajes por Noruega, Venecia, Londres, Holanda: “La luz de cada país tiene su especificidad: no hay dos que sean idénticas”. ¡Cuánta razón, en este aserto! En 1911 muere Alice. Hasta Giverny llega el fragor de la Primera Guerra Mundial. Después del armisticio, Monet lega al Estado su monumental serie de las ninfeas o nenúfares, trasladadas al lienzo directamente del estanque de su jardín en Giverny. Indecible angustia producida por la pérdida de la vista que le ocasionan cataratas en ambos ojos. Operación exitosa, y últimos años activo, vital, enamorado de la naturaleza hasta el fin. Muere en 1926 en Giverny. Está enterrado en el jardín de una iglesita de piedra, a pocos metros de Giverny. Heráclito incapaz de fijar lo que ante sus ojos desfilaba, Monet iba con el tiempo: amaba la infinita mutación de la realidad.
“Siempre fui y seguiré siendo un rebelde” –nos dice desde sus años de formación–. Y esta rebeldía se manifestaría de la manera más irreverente pero también más artística: haciendo caricaturas de sus profesores. Su entrada en el mundo de la plástica fue como caricaturista de inmenso talento –destreza que no fue celebrada por las víctimas de turno-. Una de las grandes influencias de su vida fue la escuela de Barbizon, grupo de pintores que se inspiraban, para sus creaciones, en los paisajes del bosque de Fontainebleau. Porque, aunque Monet tiene notables retratos, es como paisajista que lo recordamos hoy. Sus temas: la playa y el mar con veleros; las fanegas de heno; la serie de los álamos; la catedral de Rouen; el jardín de Giverny –el paraíso personal donde instaló su taller–, el puentecito japonés que hizo construir sobre el estanque del lugar… volvía una y otra vez a los mismos temas. Como la obsesión de Delaunay con la Torre Eiffel; o la de Cézanne con la montaña Sainte-Victoire, Monet pintaba a veces diez lienzos simultáneamente de la catedral de Rouen, captando cada sutilísimo cariz que la luz cambiante iba produciendo sobre la monumental masa pétrea. Su sobrina tenía que correr detrás de él alcanzándole las pinturas, para poder plasmar en la tela la constante mutación que los matices de la luz producían sobre los objetos. Solo de la catedral de Rouen se conservan cuarenta y dos óleos, sin contar bocetos y pinturas inconclusas. La catedral se convierte en un inmenso fantasma: los contornos se difuminan, la perspectiva deja de ser prioridad: solo cuenta la atmósfera del momento, la luz, la impresión fugaz que se escapa tan pronto se creía fijada en el lienzo. Una vez más: Monet no pintó la catedral, sino ese espacio, esa franja de luz que se interponía entre ella y él. Más que “impresionista”, debería ser llamado “instantaneísta”.
Monet era un pleinairiste (del francés plein air, esto es: aire libre). A diferencia de los pintores de la escuela de Barbizon, no tomaba bocetos de la naturaleza para luego ir a terminarlos al taller. Los pintores anteriores a Monet tenían que trabajar con óleos creados artesanalmente y envasados en frascos o vejigas. La Revolución Industrial trajo la fabricación de nuevos pigmentos, de pomos de óleos que podían llevarse al exterior sin que se secaran u oxidaran. Esto y la construcción de caballetes mucho más livianos posibilitaron la pintura de paisajes in situ. A partir de su establecimiento definitivo en Giverny, en 1883, Monet deviene un pintor - jardinero. Crea un fantástico ámbito con un estanque, un puentecito japonés, sauces, bambú, crisantemos, anémonas, clematitas, gladiolos, capuchinas, iris, peonías, volúbilis, amapolas, albaricoques de Japón… si las mencionamos con tal profusión es porque, más bien que un jardín de flores, era un jardín de tonos y colores; es decir, que las plantas estaban escogidas de manera que florecieran en diferentes momentos, produciendo –como si se tratase de la paleta de un pintor– tonalidades predominantes o complementarias: Monet “pintaba” su jardín escogiendo las combinaciones cromáticas que, en cada momento del año, iban a colorear el pensil. “Mi jardín es lo más bello que he hecho en mi vida. Quiero vivir y morir entre mis flores”.
Y, por supuesto, los nenúfares, ninfeas y demás plantas acuáticas, que Monet pintó en lienzos que, por su carácter vago, a veces apenas determinable, anuncian ya el abstraccionismo. “Monet es el verdadero padre de la abstracción” –dijo Kandinsky–. Hoy en día, los enormes lienzos de las ninfeas pueden ser vistos en el museo de la Orangerie, en París. Monet adornó además el interior de la casa con una valiosísima colección de arte japonés: urnas, cerámica, cuadros: las japoneries que se hicieron tan populares después de la Exposición Universal de París, en 1889. No fue sino hasta 1980 que el jardín de Giverny fue declarado museo por el Estado francés. Dos principios articulan el jardín: el ordenamiento de las flores en hileras y configuraciones simétricas, el diseño cartesiano y geométrico de Le Nôtre, jardinero de Luis XVI y diseñador de los bellísimos predios de Versalles por un lado; por el otro, el caos, la naturaleza que crece desmelenada, completamente emancipada de los planos cartesianos, umbría y selvática, de los jardines ingleses.
Cuando se leen los conceptos que Monet consignó a propósito de su obra, nos damos cuenta de la eterna insatisfacción que le producía la distancia entre su pintura y el espléndido sueño de luz y color que vislumbrara. Su ambición fue recrear un espacio inmenso de poesía y atmósfera infinitamente cambiante. “No, no soy un gran pintor ni un gran poeta. Me he limitado a hacer lo que he podido para expresar lo que siento delante de la naturaleza. No soy un genio”.
En eso se equivocó de palmo a palmo.