
Hay que tomar aire para leer a Lászlo Krasznahorkai, el nuevo Nobel de Literatura. El lector debe estar en un estado de ánimo adecuado, dispuesto a encontrar humor en la desgracia y esperanza en el fango. La obra del escritor húngaro induce al trance y a la contemplación, aunque a veces nos niegue una resolución satisfactoria.
Tiene sentido que Krasznahorkai escriba así porque su escritura nace, en los años 80, de una profunda sensación de asfixia. En el ocaso del régimen soviético, con el cual Hungría siempre tuvo una relación complicada, la paranoia absorbía el oxígeno de cuanto esfuerzo artístico se intentara. Por un tiempo, la policía secreta decomisó el pasaporte del joven Lászlo, que tampoco quería mucho con el arte.
“Quería escribir un solo libro. Después deseaba dedicarme a otras cosas, sobre todo en la música. Quería vivir entre la gente más pobre; creía que ahí estaba la vida verdadera”, contaba en una entrevista del 2018 con The Paris Review. Pasaba de pueblo en pueblo, con Bajo el volcán en un bolsillo y Dostoiévski en el otro.
Al menos así lo cuenta. Había mucho alcohol de por medio, y como relata, el genio húngaro tenía que ser un gran borracho; si no, no era genio. Hasta que un día decidió que no tenía por qué serlo. Empezó su gran libro, que según él se ha esparcido en sus “cuatro grandes novelas” (el resto no son novelas, dice, sino relatos, satélites de una obra única y ya concluida). El primer capítulo de esa historia fue Satántángó, traducida a español como Tango satánico, publicada en 1985.

Un torrente depresivo
La novela de Krasznahorkai empieza en la neblina, en el fango. La imagen se ha vuelto inseparable del escritor, uno de los más reputados de Europa en las últimas décadas. Una granja embarrialada, ganado en la distancia y el sonido de campanas que Futaki escucha a lo lejos. Pero no hay campanas. No deberían de sonar campanas en este pueblo olvidado, una granja colectiva ya arruinada.
Así, Tango satánico nos sumerge desde el inicio en un torrente narrativo que apenas se detiene a tomar aire. Krasznahorkai ha cincelado ese estilo a lo largo de sus libros, donde los personajes se mueven por un mundo como aquejados de claustrofobia y ansiedad; a ratos, el asunto se vuelve tan denso que, como en el austriaco Thomas Bernhard, no queda más que reírse. No se burla uno de estas figuras apocadas: se ríe porque, ¿de qué otra manera se puede afrontar la locura del mundo?
William Faulkner, Samuel Beckett, Thomas Pynchon, todos flotan sobre esa manera de contar. De acuerdo con el húngaro, los conoció en su época formativa, cuando todavía saltaba entre empleos menores, mientras poco a poco iban filtrándose esos autores “occidentales” en el espeso panorama soviético.
“Encontrar un estilo nunca fue difícil para mí, porque nunca lo busqué”, dice Krasznahorkai. Como lo cuenta, proviene de sus extensos monólogos con escasos amigos de aquella época, largas charlas nocturnas donde uno quería convencer al otro de su verdad, de su mundo. Importaban más “ritmo, tempo y melodía” que las comas y las pausas (Krasznahorkai conoce de teoría musical y estuvo en una banda). “No es una elección consciente. Ese tipo de ritmo, de melodía y de estructura de frase surgía más bien del deseo de convencer a otra persona”, explica.

En novelas posteriores, si bien preserva los párrafos densos y ondulantes, ajusta sus oraciones a otros ritmos y necesidades. Por ejemplo, Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río (2003), un relato largo que transcurre en Japón y que va posando la mirada en la arquitectura, las plantas movidas por la brisa, las aves, los jardines y donde, poco a poco, emergen personajes, reflexiones sobre espiritualidad y matemática, tiempo y cuerpo, pero como en breves respiros.
En otros libros, debemos quedarnos sin aliento con los narradores. “No hay agua, toma un poco de vodka, sirve si tienes sed, bien, no quieres, está bien, lo entiendo, pero por favor, no deberías gemir y quejarte, veo que tienes dolor, yo también, ignóralo —escúchame—, la cultura es un código, vale la pena pensarlo, un código que puedes leer para ver cómo son las personas, qué quieren, y qué aman, y temen, y creen que es bueno o malo, cuáles son sus metas, y así sucesivamente...“, corre una parte del relato Un ángel pasó sobre nosotros, que sigue y sigue en medio de la sed, del nerviosismo, hasta que concluye con un golpe seco.
Una visión apocalíptica
El fallo del comité del Nobel habla de la visión apocalíptica que proponen los relatos de Krasznahorkai. No hay que entenderlo exclusivamente en términos de la escatología cristiana, sino comprender ese caos en el contexto muy terrenal de vidas truncadas y horizontes interrumpidos. No hay nada más allá ni más acá.
Para Krasznahorkai, la esperanza le pertenece al futuro y el futuro nunca llega: solo están el aquí y el ahora. Incluso el pasado es solo un relato, así como el presente. “Pero al menos lo que vivimos como presente existe. Y solo eso existe. El infierno y el cielo están ambos en la Tierra, y están aquí ahora. No tenemos que esperarlos”, explica en The Yale Review. El consuelo, de todos modos, está en nuestra reserva de esperanza.

Donde a veces emergen esos destellos, en medio de la abrumadora desesperación, es en los relatos que conectan esa inquietud espiritual con el anhelo de algún contacto que permita florecer un poquito de humanidad. Eso incluye los guiones de Krasznahorkai, quien desde el inicio de su carrera colaboró con el cineasta Béla Tarr.
Tarr le insistió hasta que le permitiera adaptar Tango satánico, en los años 80; accedió, pero luego fue imposible que las autoridades les autorizaran llevar al cine semejante historia de fracaso y abandono. Lo lograrían una década después, en una controversial película de 1994 que recurrre también a la lentitud, la reiteración, el trance y lo laberíntico de los libros.
Si bien no coincidieron siempre en su forma de pensar, Tarr y Krasznahorkai siguieron colaborando hasta The Turin Horse (2011), última película del cineasta, donde el colapso nervioso de Nietzsche abre la ventana a una reflexión, fría y punzante, sobre la naturaleza de nuestra humanidad y la posibilidad de ubicarse en el mundo.
Este encuentro y desencuentro con el cine plantea otro problema crucial para de Krasznahrokai: la naturaleza del lenguaje y, por ende, del arte. Para el autor, como vemos en sus personajes aislados e incapaces de expresarse, la experiencia verdadera de la vida es inaccesible, inalcanzable. Solo se puede llegar a un interior por medio del lenguaje, lo cual hace que, por defecto, sea una revelación parcial y tramposa. Ese lenguaje, su técnica, es una especie de ritual para él, y por ende, cuestión muy terrenal, pura artesanía.
Pese a todo lo que pueda asumirse de lo descrito, de ese mundo estrecho y sofocante, la realidad es que Krasznahorkai logra múltiples malabares a lo largo de sus páginas. Podemos sonreírnos con los fracasos de sus perdedores y entristecernos con sus búsquedas espirituales.
Y Seiobo descendió a la Tierra (2008), por ejemplo, deslumbra con sus evocaciones de la belleza, de la Rusia arcaica al esplendor de La Alhambra, y todo en medio. Confirma, en sus oraciones, que pese a la pesadez del mundo que nos tocó vivir, podemos encontrar belleza aquí y ahora, consuelo en que no hay pasado ni futuro, y que aunque el Apocalipsis ya ocurrió y sigue ocurriendo, al menos tenemos esto, esto que está acá.

