
Si no ha conocido todavía la obra de László Krasznahorkai, está a punto de adentrarse en un mundo turbio, casi apocalíptico, donde el sufrimiento es tan exacerbado que llega a ser cómico. Pocas veces se ha retratado tan bien esa locura como en la célebre película Satántángó, que en 1994 consagró a su director y provocó profunda polémica.
La cinta es famosa hoy, más que todo, por su duración, aunque en las tres décadas siguientes, otros cineastas han asumido el reto de crear filmes narrativos tanto o más largo. Satántángó, la adaptación de la novela de Krasznahorkai, se extiende por abrumadores 439 minutos, es decir, siete horas y media. Súmele los viajes al baño y las pausas para estirarse y tendrá que apartar una jornada laboral para disfrutarla.
¿Disfrutarla? Por supuesto: es una de las cumbres del cine europeo de los años 90. El director Béla Tarr había querido llevar a la pantalla la novela de su compatriota desde 1985, pero en las postrimerías del comunismo, todavía era difícil abordar ciertos temas.
En particular, esta historia sucede en un pueblo remoto y pobrísimo de Hungría, donde los pobladores intentan rehacer su vida tras el colapso de la granja colectiva. Las autoridades húngaras pusieron cuanta traba pudieron a la realización de la cinta, justo porque en esos años, el declive económico provocaba ya malestar generalizado; en el relato, de cualquier modo, no hay mucha esperanza.

De modo que empezaron haciendo La condena (Damnation, 1988), de modestas dos horas, y un cortometraje sobre Budapest, The Last Boat - CITY LIFE - Budapest (1990), parte de un homenaje colectivo a la ciudad.
Para cuando había colapsado el régimen y el país se abría a críticas más libres, toparon con otro problema: Béla Tarr había rodado tanto material que se quedaron sin presupuesto. Fue una producción complicada: tanto el guionista como el director han confesado varias veces que el reparto y el equipo pasaron borrachos todo el tiempo, y que las duras condiciones climáticas hicieron mella en los ánimos de todos.
Desde el inicio, Satántángó nos envuelve en una atmósfera opresiva: un plano fijo de ocho minutos, con sonidos tenues y distantes, del ganado que se mueve y se aleja en la niebla. Pronto caemos en una historia nihilista, desesperada a veces, donde toda forma de autoridad se cuestiona e incluso sentimos que rechaza el paso del tiempo. Si uno se deja llevar por el trance, es una experiencia cinematográfica única.
Por supuesto, la duración, la dureza y el presunto maltrato de un pobre gato son tres cuestiones de las que se han tenido que defender los artistas desde entonces. Para quienes parodian el cine de arte europeo, la cinta ofrece buen material. Para quienes lo aprecian, es una obra de arte señera, que influyó en una tendencia clave del cine contemporáneo, el llamado slow cinema (cine lento), que busca estimularnos mediante la contemplación y la experiencia física de envolvernos en su ritmo.

Tarr y Krasznahorkai colaboraron en varios largometrajes más: Werckmeister Harmonies (2000, también novela); The Man from London (2007, adaptación de un libro de Georges Simenon); y The Turin Horse (2011). Esta última, sobre el colapso nervioso de Friedrich Nietzsche, solo tiene 30 tomas en toda su duración, y es considerada una de las grandes películas de los últimos años. Con ella, Tarr anunció su retiro.
Alucinante, apabullante, sí lenta, sí exigente: así es Satántángó. Pero también es bellísima e induce a una reflexión sobre la naturaleza del poder y la violencia, y esa cosa tan frágil que es la humanidad. Eso quiere decir que hay humor, ahí en medio del fango. Película o libro, el Tango satánico es probablemente la mejor puerta de entrada al nuevo Nobel de Literatura, László Krasznahorkai.
