Amo la música para el cine. Siempre la he amado. En muchos casos, es lo único que aprecio de filmes por demás execrables. Y adoro los binomios creativos, esas “mancuernas” que se formaron, por ejemplo, entre Eisenstein y Prokofiev, Hitchcock y Bernard Herrmann, Fellini y Nino Rota, Sergio Leone y Ennio Morricone, Steven Spielberg y John Williams. Fueron asociaciones fecundas, felices, colaboraciones que generaron cine y música de primerísima línea. Muchas de las películas de estos grandes cineastas quedarían completamente des-almadas si les quitásemos o sustituyésemos la música. Imagen y música son en ellas realidades consustanciales, indivisibles.
Todos estos directores sintieron tanto respeto por sus compositores, que con frecuencia alargaron o acortaron sus secuencias fílmicas a fin de ajustarse a la música que les había sido asignada (lo contrario de la norma). Tal era el respeto que sentían por sus compositores. Soy además de la opinión que ni Hitchcock ni Fellini volvieron a ser lo mismo después de sus respectivas separaciones de Herrmann y Nino Rota. Es un tema que abordaremos prolijamente más adelante.
La música para cine es el equivalente de lo que antes de la invención de los hermanos Lumière se conocía como “música incidental”. Música para acompañar la representación de una obra de teatro. Su usaba durante los monólogos, o diálogos, o escenas de acción, y sobre todo en el curso de los entreactos, también llamados interludios o intermezzos. Así pues, no tiene absolutamente nada que ver con la ópera (teatro musicalizado). La música incidental simplemente contribuía a reforzar el efecto dramático o a crear la atmósfera de ciertas escenas. Ejemplos: Las ruinas de Atenas, de Beethoven; Sueño de una noche de verano, de Mendelssohn; Peer Gynt, de Grieg; La Arlesiana, de Bizet.
Sírvanos la anterior introducción para poner en contexto una partitura cinematográfica que se ha constituido en un fenómeno, un milagro de magnitud mundial. Ayer, la violonchelista y compositora islandesa Hildur Guonadóttir era una perfecta desconocida. Hoy refulge como una recién descubierta súper nova en el cosmos musical. Su música para la película Joker ha ganado todo cuanto en el mundo se puede ganar: el Premio Soundtrack Stars Award en la septuagésimo sexta edición del Festival Internacional de Cine de Venecia, el Golden Globe Award for Best Original Score, El Bafta Award for Best Original Music, el Academy Award for Best Original Score, y el Grammy Award for Best Score Soundtack for Visual Media. Hildur Guonadóttir arrebató los cinco más codiciados galardones que ofrece el mundo del cine.
Ahora, quienes busquen esta música deben tener presente que no es el tipo de partitura cuyas melodías se pase uno el día entero tarareando y cantando bajo la ducha. De hecho, más que de melodías habría que hablar de fragmentos, de embriones melódicos, que se decantan en medio de un maremágnum de oscuridad, de tinieblas. La obra da inicio de manera reminiscente a La Valse de Ravel: mero juego de sombras inciertas y tenebrosas. Este clima musical evoluciona hasta el paroxismo del dolor hacia el final de la banda sonora. Es música torva, amenazante, inquietante, llena de angustia, de miedo, y sobre todo, de una melancolía contra la que no puede haber paliativo alguno. No es atonal: claramente sentimos que está en modo menor, pero ni el menor rayo de luz viene a romper esta pesada masa de tristeza que se cierne sobre nosotros como una lápida. Guonadóttir ha capturado musicalmente la esencia de El Guasón ese hombre que ríe entre las lágrimas, que llora en medio de la risa, pero que, esencialmente, es el alma más infeliz, solitaria, vapuleada, humillada e incomprendida del mundo. Guonadóttir ha expresado con elocuencia sin par la profundísima tragedia del protagonista.

La islandesa (chelista de profesión) comenzó a escribir la partitura desde la fase de preproducción, e iba avanzando poco a poco, sin plan preestablecido, conforme le iban llegando las páginas del guión. El violonchelo se convirtió en la voz misma de Arthur (el infortunado protagonista). Es música sorprendentemente simple, con células melódicas recurrentes donde el chelo casi siempre lleva la parte del león. Pero no nos llamemos a engaño: detrás de la voz del chelo hay a menudo noventa músicos sinfónicos tocando sus instrumentos, frecuentemente al unísono, amén del sintetizador moog, que genera, como siempre las más fantasmales sonoridades. Es una música con muchos estratos, donde el chelo tan solo nos muestra la superficie de la psique de Arthur: sus más sombríos laberintos están en los demás instrumentos de la orquesta. La obra es un prodigio en la creación de texturas, de colores siempre oscuros, en fin, en el arte de asustarnos (pero muy lejos de los clichés de las películas de terror). Es música abisal, la música de una depresión profunda, de una psique enferma, es un pozo sin fondo del dolor humano. Los registros graves predominan, claro está. Pero también podemos escuchar el grito ahogado de una trompeta con sordina o de los agudísimos armónicos sostenidos de los violines. También escucharemos el sonido de los chelos tocados col legno (con la parte de madera del arco) y una percusión pulsional, obsesionante, que nos recuerda todo lo que de inescapable hay en la condición psíquica de Arthur.

Guonadóttir trabajó en la partitura durante más de un año y medio. La progresiva entrada de la orquesta, después del moroso solo de chelo inicial, simboliza la toma de consciencia, por parte de Arthur, de su doloroso pasado. La “Danza de la metamorfosis” y la “Danza en el cuarto de baños” son dos de los momentos más logrados de la película. La música de Guonadóttir (¡su primera experiencia como compositora para el cine!) resultó crucial para el actor Joaquin Phoenix, para los escenógrafos, para los camarógrafos, para el director, ¡para todo el mundo! Les dio la atmósfera con que ellos soñaban, le dio al protagonista soluciones dramáticas importantes, lo ayudó de manera sustancial a esculpir su personaje. Estamos en presencia de una música que permitió a todo el mundo encontrar el elusivo perfil psíquico de The Joker… posiblemente es ese tipo de realidades inefables que sólo la música podía generar. Nos embarga la impresión de que la música de Guonadóttir y la psicología profunda de Arthur proceden del mismo nivel del alma humana. No es en lo absoluto una exageración afirmar que la música de Guonadóttir creó a Arthur tanto como el propio Joaquin Phoenix.
Water Tower Music sacó a la luz pública la versión digital del soundtrack de la película el 27 de setiembre de 2019, y el 13 de diciembre de ese mismo año puso a disposición del público la versión en discos de vinil. Sobre la película prefiero limitarme a emitir un discreto criterio. Tiene sus méritos y sus deméritos. Es sin duda un buen film, pero no el milagro fílmico que Warner Brothers Pictures había anunciado. Es derivativa de Batman (lo cual es natural), pero también de Taxi Driver, de The King of Comedy y, en suma, de todas las películas sobres psicópatas jamás filmadas. Retoma el drama eterno de Pagliacci, la ópera de Ruggero Leoncavallo: el payaso que tiene que ir a representar su rutina y hacer reír a la gente mientras su corazón se desgaja de dolor. Arthur tiene más melancolía y hondura psíquica que el payaso cornudo de Leoncavallo, pero la coyuntura sigue siendo la misma: the show must go on, y el pobre histrión no tiene más que una posibilidad: transformar en oro poético y carcajadas la desgarradura que le saja el alma y la conciencia. Pero la música es excepcional: un auténtico retrato sonoro de una mente y un corazón enfermos más allá de toda posible redención.
