Tal vez fue en julio (es la fecha aproximada), pero ciertamente hace 1700 años, cuando una reunión en una ciudad de lo que hoy es Turquía decidió asuntos fundamentales para la fe cristiana. Mucho de lo que decidieron los 300 hombres reunidos por un par de meses en el año 325 sigue siendo fundamental para las creencias de 2400 millones de personas en el mundo.
Fue en el año 325, eso sí lo sabemos; posiblemente empezó en mayo y habría concluido a finales de julio. El emperador romano Constantino venía navegando una serie de turbulencias en su imperio y deseaba cerrar todos los frentes posibles.
Quizás no le interesaba lo teológico tanto como asegurarse de que no hubiera potenciales trifulcas entre cristianos, que ya habían vivido persecuciones violentas. Constantino quería cerrar, de una vez por todas, una serie de controversias que separaban a líderes del temprano cristianismo.

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De modo que el emperador convocó al menos a 200 obispos... pero probablemente llegaron a ser 300. Hilario de Poitiers dice que fueron 318. Eusebio dice 250... Eustacio de Antioquia, 270... Atanasio 300... Las primeras listas en latín provienen del siglo VI, es decir, siglos después del evento. El caso es que los obispos más prominentes del oriente del imperio se congregaron en Nicea (hoy İznik, en Turquía) en el primer concilio ecuménico del cristianismo.
En el centro de la disputa estaba un asunto difícil de dirimir con los textos dispersos y escasos que conformaban el credo de los primeros cristianos. La controversia había iniciado en Alejandría unos años antes y giraba en torno a la naturaleza del Hijo y del Padre. ¿Uno antecede al otro eternamente o en algún punto definido del tiempo? Y de ser así, ¿es más o menos divino, o eterno, o se subordina al Padre? Padre, Hijo y Espíritu Santo, ¿eran una misma persona, como se enseñaba en Roma, o tres personas distintas como se pregonaba en algunas iglesias de Oriente?

En aquellas épocas el asunto no era menor: hay que recordar que en este contexto, el cristianismo busca diferenciarse del politeísimo predominante hasta entonces.
Para Constantino, eran minucias, pero le urgía resolver el conflicto para que no reventara en Alejandría, Jerusalén. Tuvo éxito, porque se exilió a los disidentes y se confirmó el primer Credo de Nicea, base de muchísimas creencias aún vigentes.
En aquel Concilio de Nicea, el primero de muchos que han configurado la historia del cristianismo, se convino una fecha recurrente para celebrar la Pascua y se establecieron otras formas de gobernanza de la temprana iglesia. Se prohibió, además, la castración de los clérigos y que obispos, sacerdotes y diáconos pasaran de una iglesia a otra (con el fin de establecer un orden jerárquico, un organigrama, diríamos hoy, ante una iglesia creciente).
Por otra parte, se permitió a quienes habían apostatado bajo amenaza de persecución. Esto es relevante porque apunta hacia un momento de la Iglesia cuando, habiendo emergido de las sombras (aunque habría aún violencia y acoso), se establecía como una fuerza central en el vasto mosaico imperial.
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Sería interminable enumerar los detalles teológicos que se discutieron y la chismografía que emergió a lo largo de los siglos. No obstante, recordar ese momento crucial del desarrollo del cristianismo nos recuerda que es una historia de debate intelectual, disenso, diálogo, diferencias de opinión y cambios, y no un conjunto de ideas inalteradas a lo largo de los siglos.
En tiempos de tanta agitación, recordarlo no es poca cosa, como dijo recién el papa León XIV: “Mientras estamos en el camino hacia el restablecimiento de la plena comunión entre todos los cristianos, reconocemos que esta unidad sólo puede ser unidad en la fe”. En el fondo, es una forma de entender lo social que trasciende las “minucias” de cada religión específica.