
Hay joyas que despiertan pasiones... y luego está el Diamante Florentino. Se suponía perdido desde 1919, y por décadas se especuló de todo: perdido, robado, cortado. El caso es que la joya de 137 quilates, de orígenes hundidos en la historia, poseído por los Medici y los Habsburgo, no aparecía. Hasta ahora.
El New York Times reveló este 6 de noviembre que, después de más de 100 años, ya se puede confirmar que el Florentino sigue existiendo. Más aún, que llevaba más de seis décadas a salvo en el mismo sitio. The Imperfects, una novela reciente, imaginaba que había terminado en una familia cualquiera. Pero tampoco era así, pues solo miembros de la vetusta nobleza sabían de su paradero.
Carlos I del Imperio Austrohúngaro sabía que el reino se aproximaba a su fin en 1918, y sabía que los bolcheviques y los anarquistas no tendrían demasiado cuidado con las joyas de la dinastía Habsburgo, una de las más poderosas de la historia. De manera que mandó a Suiza la joya, ligeramente amarilla (de color “vino mezclado diez veces con agua”), junto con otros tesoros de su familia. ¿Tal vez se había cortado, como se teme que pasó con las joyas recién robadas en el Louvre?
El caso es que el Florentino, joya legendaria de la dinastía de los Habsburgo, se encontraba esperando tranquilamente en una bóveda en Canadá. El Times reveló que se encontraba en un banco de Québec, donde hace unos días los herederos de la familia se reunieron para analizarlo por primera vez (el periódico adjunta evidencias del proceso de autenticación).
Como agradecimiento, la joya y algunas compañeras se quedarán en tierras americanas. “Debería formar parte de un fideicomiso aquí en Canadá”, dice ahora Simeon Habsburg-Lothringen. “Debería estar en exhibición en Canadá de vez en cuando, para que la gente pueda ver esas piezas”. Pero, ¿cómo llegó a Canadá?
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Orígenes del Diamante Florentino
Hay dos versiones sobre el origen del Florentino. Se supone que fue primero posesión de Carlos I de Borgoña, el Temerario, quien lo portó a batalla en 1477. Allí, habría caído con su dueño y un soldado lo encontró en el cuerpo del noble. Lo vendió como baratija creyendo que era vidrio. De ahí, en una cadena de ventas, habría llegado a los Médici y al papa Julio II.
Otro relato dice que un noble portugués lo compró en Goa al rey de Viyajanagar y luego lo vendió a Fernando I de Médici. Cuando muere el último de la rama famililar, la joya acaba en manos de María Teresa de Austria, a mediados del siglo XVIII. Ahí se guardó en el Hofburg, sede imperial de la familia Habsburgo.
En 1865, el peso y las características del diamante fueron examinados por Moritz Hoernes, jefe del Gabinete Imperial y Real de Minerales de Austria-Hungría. En el renombrado taller de L. Saemann, en París, se elaboró un modelo de pedrería lo más fiel posible al original. Esta copia histórica se conserva en el Museo de Historia Natural de Viena y es como la mayoría del mundo la ha conocido.
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El hallazgo del Florentino
En lo que revela el Times hoy, lo que resulta al final es una historia de lealtad familiar. Cuando Carlos I decide salir de Austria, la Emperatriz Zita y sus ocho hijos le siguen a Suiza, a España y a Bélgica. Carlos muere en 1922.
Pero Zita se reubica en Estados Unidos y, con los años, en Canadá, hacia la Segunda Guerra Mundial, por temor al nazismo. De manera que viajó con parte del tesoro familiar que habían custodiado celosamente, el Florentino incluido.
De este modo, por décadas, solo los herederos masculinos de la rama Habsburgo han sabido del paradero del diamante, y se negaban a decirlo. Por ello, se hablaba de la joya como uno de los grandes tesoros extraviados, materia de muchos sueños y búsquedas. Que lo habían cortado y vendido para obtener dinero; que lo habían dado a un sirviente y estaba ahora en alguna parte de Suramérica; que se había cortado desde el inicio, en 1918.
Karl von Habsburg-Lothringen, de 64 años, nieto de Carlos I, dijo al Times que, en realidad, el secreto se había mantenido por respeto a la esposa de Carlos, la emperatriz Zita. Ella había pedido que, por seguridad, se mantuviera en secreto durante 100 años después de la muerte de Carlos.
Así las cosas, concluye hoy un misterio centenario, con la dicha de que la joya de 137 quilates sigue intacta. Con suerte, se cumplirá el sueño de los herederos Habsburgo y pronto se pueda ver, en persona, en alguna exhibición en Canadá, muy lejos de la tierra donde se excavó y de los países donde viajó de noble en noble por medio milenio.

