Tuve el privilegio de conocer las Cartas de una Monja Portuguesa en la versión monologada que Haydée de Lev, bajo la dirección de Mariano González, presentó en la sala Vargas Calvo en 1982. La obra viajó a Panamá, Venezuela y México, siendo premiada por doquier. Vi la pieza transido de emoción, sentado en el filo de la butaca, con las manos aferradas a sus bordes, como temiendo que alguna sacudida eléctrica pudiese tirarme al suelo. Haydée -la mejor actriz que ha bendecido nuestras tierras- abrió la boca como un gigantesco escualo, y se tragó a la audiencia, con todo y sillas, la escenografía y el equipo técnico. Era poderosa, mesmerizante: todos sentimos que la obra había sido escrita explícitamente para ella. Sí, para ella y nadie más. Haydée se transfiguró aquella noche en uno de esos “divinos metamorfoseados” de que habla Nietzsche en La música en el origen de la tragedia. No fue una actriz en posesión de su personaje, sino un personaje posesionado de la actriz. Un fenómeno de posesión aterrador, por poco paranormal. No la fui a felicitar porque yo era un chiquillo tímido y vacilante. Mucho más tarde tuve la ocasión de expresarle la conmoción estética que había provocado en mi adolescente sensibilidad.
Las Cartas de una Monja Portuguesa, publicadas en París en 1669, son cinco epístolas atribuidas a Mariana Alcoforado, monja portuguesa del convento de Beja, en Alentejo. Fueron el producto de su peligroso romance con el conde Chamilly, capitán de caballería francesa que luchaba por la independencia de Portugal en la guerra contra España. Ambos amantes ardieron como yesca al fuego de una pasión no solo prohibida, sino sacrílega. Pero mientras que el conde regresó alegremente a Francia a dar seguimiento a su vocación de Don Juancillo soldadesco, la vida de la monja quedó marcada por este encuentro, y felizmente encontró en la palabra el exutorio para la vorágine de sentimientos antagónicos que quedó gravitando en su interior. Como decía Yolanda Oreamuno, “el antídoto contra la soledad no es la compañía: es la palabra”. Pues bien, María Alcoforado se prendió de la palabra, y la empuñó como una daga para poder seguir viviendo desde el inmenso amargor que le produjo la frivolidad de su amante.
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El carácter epistolar de la obra le presta un aire confesional, íntimo, susurrante: es alguien que nos cuenta su dolor al oído. Pasa por todas las fases del duelo amoroso, con paroxismos de rabia y desesperación, seguidos de momentos de inefable ternura. La obra ha sido atribuida a varios autores masculinos (por supuesto: ¿cómo podría una mujer haber escrito algo tan bueno?), el más citado siendo el conde de Guilleragues. Sin embargo, la estudiosa Myriam Cyr ha reivindicado la autoría de Mariana Alcoforado, en su libro Letters of a Portuguese Nun: Uncovering the Mystery Behind a 17th-Century Forbidden Love. La obra es importante por mil razones, una de ellas es que prefigura la novela epistolar que sería tan popular en siglos venideros (Las relaciones peligrosas de Choderlos de Laclos, Cartas Persas de Montesquieu, La Nueva Eloísa de Rousseau, Lady Susan de Jane Austen, y Drácula de Bram Stoker, entre otras). Admitámoslo: hay algo indiscreto, impúdico y deliciosamente morboso en hurgar en la correspondencia de otras personas: de los mil encantos de la novela epistolar, este no es el menor. La obra también ha sido llevada al cine, en adaptaciones más o menos logradas.
Las he visto todas, y he asistido a múltiples montajes teatrales del epistolario, en inglés, español y francés. Supongo que algunos fueron buenos. Pero no, amigos, no, no, no: en mi todavía adolescente corazoncito la versión definitiva de esta pieza le pertenece y pertenecerá por siempre a Haydée. Ya ven ustedes: soy fiel a mis primeros amores. Ninguna actriz -y hay entre ellas nombres de prosapia- hundió tan adentro de mi conciencia sus garras de halcón como Haydée, ninguna tocó las fibras que en mí hizo vibrar, ninguna practicó un corte histológico en la piel de mi alma tan hondo como ella.
Sirva este pequeño texto como una reminiscencia llena de afecto para nuestra gran actriz, y como un homenaje al que fue su director: Mariano González. Tiene por único mérito el hecho de que me sale del alma… o tal vez más bien de la sangre, o la médula espinal, acaso de las vísceras todas (porque mi juicio es más visceral que intelectual: eso lo tengo claro). Siempre quise dejar este testimonio escrito, y ahora Áncora me da la ocasión de hacerlo. Hasta siempre Haydée, hasta siempre Mariano. Gracias por haber perfumado mi vida, y haberme hecho soñar como el chicuelo romántico que alguna vez fui, y como el viejo romántico que ahora soy.