
Muchos la recuerdan como Mary Poppins, la niñera que desafiaba la gravedad con una sombrilla, o como la majestuosa reina de Genovia, Clarisse Renaldi. Detrás de esas figuras inolvidables se encuentra la actriz, cantante, narradora y escritora inglesa Julie Andrews, quien el pasado 1.º de octubre celebró sus 90 años.
Su filmografía está poblada de mujeres sofisticadas y radiantes, pero la realidad de su infancia distó mucho de esa opulencia. Julie creció en un entorno marcado por las limitaciones económicas, el abuso y el abandono paterno.
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Nacida el 1 de octubre de 1935 como Julia Elizabeth Wells, en Surrey, Inglaterra, vivió su niñez bajo la sombra de una madre alcohólica y un padrastro abusivo. Sus padres, Barbara Ward Morris y Edward Wells —a quien ella creía su progenitor— se divorciaron cuando tenía siete años. Poco después, su madre contrajo matrimonio con Ted Andrews, un tenor canadiense.
Ted insistió en darle clases de canto y la adoptó legalmente. Así, Julia Wells se convirtió en Julie Andrews. A los nueve años ya acompañaba a su madre y a Ted en su espectáculo de vodevil -un género de comedia mezclado con magia, música y baile-, abonando así la semilla de su talento.
Durante la Segunda Guerra Mundial actuó en funciones de variedades y, a los 13 años, se convirtió en la solista más joven en presentarse en el Royal Variety Performance (espectáculo benéfico) ante el rey Jorge VI y la reina Isabel II.
“Conocer a la reina me causó una profunda impresión. Después de hacerle una reverencia, me dijo: ‘Cantaste de maravilla esta noche’. Al día siguiente, en la escuela, mis compañeros estaban fascinados”, recuerda Andrews en Home: A Memoir of My Early Years, su autobiografía publicada en 2008.
En ese mismo libro reveló que Ted abusó de ella. Relató que, cuando tenía 15 años, él, oliendo a alcohol, se abalanzó sobre ella diciendo: “Tengo que enseñarte a besar bien” y luego la besó en los labios. “Fue un beso profundo y húmedo; una experiencia horrible”, confesó.

En la adolescencia descubrió otra verdad dolorosa: Edward no era su padre biológico. Su madre le confesó que había sido concebida durante una relación extramarital con un amigo cercano. Andrews decidió mantener en secreto la identidad de su verdadero padre y, según relata en su libro, la relación que mantuvo con él fue casi inexistente, ya que solo lo vio en dos ocasiones.
Tras el abuso, su relación con Ted quedó marcada por el miedo y la desconfianza. Según Julie, llegó a poner cerrojos en la puerta de su habitación para protegerse. Aunque continuó trabajando en sus espectáculos familiares, el vínculo personal desapareció: solo hubo trato funcional, nunca afectuoso.
En 1959 se casó por primera vez con el escenógrafo británico Tony Walton, a quien conocía desde la adolescencia. Tres años después nació su hija Emma Walton Hamilton. El matrimonio terminó en 1968, víctima de agendas saturadas y la dificultad de conciliar la vida familiar con la fama.

En 1969 encontró el amor en el director Blake Edwards, con quien formó una familia mixta: Julie se convirtió en madrastra de Jennifer y Geoffrey, hijos de Edwards, y en los años setenta adoptaron dos niñas vietnamitas, Amy Leigh —más tarde Amelia— y Joanna Lynne. Fue un hogar donde confluyeron culturas e historias, sostenido por un matrimonio que sobrevivió hasta la muerte de Edwards en 2010. Hoy, Julie Andrews es madre, abuela de nueve y bisabuela de tres.

Una carrera forjada en escenarios y sueños
Julie debutó profesionalmente en 1947, en el Hipódromo de Londres. Tras sus primeros pasos en radio y doblaje, llegó a Broadway con The Boy Friend (1954-1955), para luego consagrarse como Eliza Doolittle en My Fair Lady (1956-1959) y brillar en Camelot (1961).
Su estrellato cinematográfico estalló en 1964 con Mary Poppins, que le valió un premio Óscar a la mejor actriz en su primer papel para el cine, un logro inédito para una producción de Disney y para una actriz debutante. Un año después consolidó su fama mundial al protagonizar The Sound of Music (La novicia rebelde), que le otorgó un Globo de Oro.

A partir de ahí, su filmografía se pobló de títulos emblemáticos: The Americanization of Emily (1964), Cortina rasgada (1966), junto a Paul Newman; Millie, una chica moderna (1967) y la celebrada Victor Victoria (1982).
En el nuevo milenio conquistó a una generación distinta como la reina Clarisse en The Princess Diaries (El diario de la princesa, 2001) y su secuela del 2004, junto a Anne Hathaway. Además, prestó su voz a la Reina Lillian de la saga animada Shrek (2004, 2007, 2010), y desde 2020 narró con elegancia la serie de Netflix Bridgerton, papel que mantuvo hasta 2024.
En total, su vitrina de reconocimientos incluye un Óscar, seis Globos de Oro, tres Grammy, dos Emmy, un BAFTA, el León de Oro Honorífico de Venecia, el Premio Donostia de San Sebastián y el Kennedy Center Honor.
Además, a su lista de premios se suma el SAG Lifetime Achievement, el Theatre World Award y el People’s Choice Award, entre otros.

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La voz que el viento ‘se llevó’
En los años noventa, su carrera vivió una ruptura inesperada. Una cirugía para extirpar nódulos benignos en las cuerdas vocales terminó siendo un procedimiento fallido que dañó su voz de forma irreversible. Si bien logró recuperar su habla tras intensas terapias, su canto nunca volvió.
Lejos de rendirse, Andrews se reinventó: convirtió su fuerza en palabras habladas, narraciones y páginas escritas, ampliando su legado más allá del canto que la había hecho célebre.
Hoy, a sus 90 años, Julie Andrews no solo es símbolo de elegancia y talento, sino un ejemplo de resiliencia. En un mundo del espectáculo históricamente dominado por hombres, conquistó escenarios y corazones, reconstruyendo su propio camino cada vez que la vida intentó arrebatarle algo. Así, se mantiene como una de las leyendas vivas más admiradas en la historia del cine y los musicales.
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