
Desde Tía Florita al Chef Daniel, pasando por Doris Goldgewicht y Viviana Muñoz; Costa Rica guarda en la alacena de su inconsciente colectivo a una selecta lista de cocineros que son celebridades e incluso íconos de la cultura popular.
Hasta ahora, todos tienen un ingrediente en común en la receta de su éxito: su paso por la televisión. Sin embargo, los tiempos cambian, y actualmente la popularidad se cuece también al fuego de las redes sociales; por lo que es de esperar que el próximo chef estrella del país se sirva al público en la pantalla de sus celulares.
Y, aunque aún es pronto para sentarlo en la misma mesa de las figuras mencionadas anteriormente, Carlos Alpízar es un joven que con su trabajo como creador de contenido, cuanto menos, ya tiene reservación para entrar en esta categoría.
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Él mismo reconoce, entre risas, que aunque no es cercano y guarda muchas distancias con las figuras mediáticas de la cocina costarricense, su camino no está tan alejado del de, por ejemplo, Tía Florita.
Eso sí, como usted quizá haya visto en sus videos, es una Tía Florita a lo rockstar, con cara de “carajillo” (como se autodescribe) y tatuajes, que dice mae y mira fijo a la cámara mientras habla.
“Siento que si a esas personalidades se les hubiera dado la oportunidad de producir su propio programa, sería muy diferente a lo que nosotros tenemos como idea de quiénes son. Porque por supuesto que los medios tienen estándares y hay cosas que no se puede decir en televisión”, expresó Alpízar, mientras como consecuencia de probablemente imaginarse a Viviana en tu cocina soltando un madrazo al aire, se le dibujaba una risa de malicia.
“Me gusta la idea de ser una figura de la cocina, pero probablemente en un futuro tienda a irme de las redes sociales, cuando tenga mi restaurante. Claro. Aunque creo que siempre voy a estar ahí (de alguna forma)”, concluyó.
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Así, con su estilo sui géneris y en tan solo nueve meses de dedicarse con determinación a las redes sociales, su contenido ya es visto por decenas de miles de usuarios.
De su éxito no solo hablan la cantidad de seguidores, likes y visitas; si no, especialmente, los comentarios de sus videos, que son algo así como un caldero, lleno de nostalgias, discusiones, dudas, técnicas y, en general, con un intenso sazón de pasiones.

Esto, sobre todo en las últimas semanas, desde que ha enfocado su contenido a resaltar la cocina tradicional costarricense, la cual aprendió a amar desde niño, junto al fogón de su abuela en Sabalito de Coto Brus.
“Por un lado, egoístamente, si mi contenido inculca más el gusto de la gastronomía en Costa Rica, en un futuro a mí me va a ir mejor, si tengo un restaurante o etcétera. Y no siendo egoístas, en los comentarios escriben cosas como: ‘me recordaste a mi abuela o a mi mamá’, ‘voy a probar esto’; de alguna forma, eso termina uniendo a la gente”, comentó el cocinero.
No obstante, esta faceta es apenas un emplatado llamativo que luce en la vitrina. Porque yendo más allá, su vida se ha cocinado con matices, aderezada de agridulce, acompañada de tragos amargos y hasta con algunos platos rotos en su saldo.
Tras el delantal rayado que muchos reconocen está Carlos y su historia con raíces que se parten entre Aserrí y la Zona Sur del país. También está la picante altanería de un joven estudiante de cocina al que lo tuvieron que bajar de “la nube”, y la espesa pena que se remueve en su alma, tras la muerte de un amigo al que consideraba un “hermano de otra madre”.
De esto y más está hecha la especial reducción de su vida que, al calor de una conversación amena, preparó y ofreció el chef Carlos Alpízar, para que degusten los comensales de La Nación.
Un amor con amor familiar y que entró por los cinco sentidos
Alpízar se enamoró de la cocina desde los 6 años y, lejos del cliché, lo suyo no fue a primera vista; sino más bien un encuentro que involucró todos los sentidos. Todo ocurrió en un acto de amor casero, simple pero profundo: aprender a cocinar arroz con su abuela.
Su tacto sentía el cosquilleo de tomar los puños de arroz y la piel suave de la cebolla y el chile dulce, que, al ser rebanados y saltar al aceite, formaban un espectáculo colorido que impactaba vista y olfato. Y como último paso, saborear ese plato que no falta en ninguna mesa tica, para que finalmente su alma dijera: “de aquí soy”.

Luego, con los años y las cenas familiares con su bisabuela en Coto Brus, esa pasión infantil se arraigó aún más y pasó a tener otro significado que aún guía su rumbo culinario. La cocina, para él, es el lugar donde la familia es feliz.
“Ir a ver a mi bisabuela era llegar a su cocina de leña. Siempre los mejores momentos estaban ahí. Que tal vez ella no estaba en la mejor situación económica, entonces el regalo era la comida favorita de uno. Y así, todo eso fue convirtiéndose en la manera en la que yo demuestro amor”, reveló con cariño.
A los 12 años, ya era bien sabido por toda su familia que la fiebre de Carlos era la cocina y su regalo de Navidad fue el libro de técnicas Le Cordon Bleu. Pero al igual que la primera taza de café o la primera copa de vino; su impresión fue fuerte, al chocar con tanto lenguaje técnico.
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Ni eso fue capaz de frenar su entusiasmo y, para el cumpleaños de su madre, se aventuró a preparar solo su primera y desastrosa receta.
“Era una tontera, una ensalada de lechuga con una salsa ranch casera y una pechuga de pollo a la plancha... Y la pechuga, cruda; la ensalada, no había lavado la lechuga, entonces tenía tierra; y el ranch no salió. Ahí fue cuando yo dije: ‘Necesito empezar a investigar más’”, relató.
Nuevamente, aquella dificultad fue transformada en un reto del cual aprender. Youtube se volvió su mentor y con la práctica incesante fue amasando un talento que sobresalía.
Sin embargo, terminó el colegio y se enfrentó a la única petición de su madre: obtener un título universitario.
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Primero, cuenta, se dio un año sabático “por huevón”. Después entró a la Fidélitas con la intención de estudiar Derecho, profesión de su madre. Sin embargo, esa tarea no duró más que un cuatrimestre.
“En ese momento tenía una motillo. Yo iba y me quedaba en el parqueo de la universidad y no hacía nada más. Me quedé en todas las materias de derecho. Fue un cuatrimestre completo perdiendo el tiempo y gastando plata, desde, obviamente, mi privilegio”, relató entre risas.
Como era de esperarse, la presión del engaño complaciente y una pasión sin atender, estaba por reventar la olla. Hubo que aceptar que lo suyo no era la corbata y los estrados; para por fin abrazar su pasión y entrar a la Universidad Politécnica Internacional a estudiar cocina.
Eso sí, sus primeros pasos en el mundo de la gastronomía no fueron los mejores, pues el fuego de su vocación, que ardía por dentro, también provocó que se le subieran los humos.
“Yo sentía que estaba por encima de, y de cierta manera, en técnica sí, pero en arrogancia también. Entonces tenía que bajarle porque no estaba aprendiendo, estaba jugando de vivo; básicamente estaba dando pasos para atrás”, contó.

Por suerte topó con el profesor Luis Alarcón, quien además de enseñarle conceptos técnicos, le dio unas sutiles, pero importantes cucharadas de “ubíquese”, que le bajaron la hinchazón a su ego.
“Él fue el que me dijo: ‘Mae, vos venís empezando’. Y me acuerdo de que la primera clase que yo tuve con él nos puso a pulir ollas. Porque él decía que lo primero que hay que hacer en una cocina, y lo más importante, es limpiar. De ahí en adelante empezó ese cambio“, recordó con agradecimiento.
A partir de ese momento empezó una amistad con Alarcón y su esposa, quien le facilitó la oportunidad de trabajar en Sikwa, hoy reconocido como el mejor restaurante de Costa Rica.
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Allí trabajó varios años, primero como ayudante hasta ser una pieza clave en “el pase”, donde se ven detalles del emplatado. Todo estaba a punto de caramelo en su carrera hasta que cayó la pandemia.
Sin trabajo, por el confinamiento, se alejó por completo de la cocina y estudió un técnico en fotografía; el cual lo ayudó a tener algunos “trabajitos” que fueron un tentempié para su economía.
Colgar y descolgar el delantal, entre penas y sueños
Carlos Alpízar ya había colgado el delantal y tenía el plan claro de dedicarse a la fotografía culinaria. De hecho, adecuó con muebles que “eran basura” un espacio que sería su estudio.
Por cuestiones de la vida la fotografía no dio frutos y por eso se reencontró con la cocina, iniciando en la creación de contenido, un camino que abandonó y retomó varias veces. Confiesa, con humor, que la primera vez que se lo tomó en serio fue para demostrarle a la pareja con quien acababa de terminar que sí podía hacerlo.
Pero el despecho fue leña que no aguantó mucho y de nuevo abandonó su proyecto en redes sociales, que en ese entonces era diferente, pues él ni siquiera hablaba. Fue hasta hace 9 meses que por fin decidió a poner todo en el asador.

Ya con la convicción por bandera, de pronto la vida lo sentó en una mesa de desolación, en donde solo se servía hiel. El primer golpe fue la muerte de su perro, con el que dormía todos los días durante los últimos años.
Luego le arrebató a un “hermano de otra madre”, quince minutos después de haber conversado con él. Ambos se conocían desde el colegio y reconectaron cuando él trabajaba en Sikwa y, a 400 metros, su amigo era mixólogo en un bar.
“Yo salía a las 11, pasaba por él, que salía a las 12, y nos íbamos a la Cali y nos pegábamos la fiesta. Por muchos años fuimos él y yo; nada más”, rememoró con nostalgia.
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La trágica noche del fallecimiento de su amigo habían estado conversando, como tantas veces, de sus sueños en común. Sueños que, a pesar de que estuvo tan afectado que ni siquiera pudo presentarse al funeral, ahora son su motor.
“Todo el tema de conversación fue sobre el futuro de nosotros en esta industria. Esa noche me dijo: ‘te está yendo bien, ahí van esos videos; después vamos a tener nuestro restaurante’. Soñábamos con un restaurante en la playa, con esta barra impresionante en la que él iba a estar y yo en mi cocina; ir a surfear juntos en las mañanas”, narró.
“Terminó siendo realmente un impulso más para mí, porque de una u otra manera siento que se lo debo también a él. Claro, yo hago las cosas por mi beneficio y el de mi familia, pero hay algo más, es saber que él no está acá para cumplir esos sueños y ahora me toca cumplirlos por ambos”, añadió.
Actualmente disfruta de su éxito en redes y de las alianzas comerciales que esto conlleva. Pero su norte está más allá. Carlos avanza hacia la creación de su restaurante; pero mientras llega ese momento, busca honrar la cocina tica y a los pioneros que, a pesar de esfuerzos titánicos, no han tenido la plataforma de la que él goza.
“La idea es enseñarle a la gente que nosotros no tenemos nada que envidiarle ni a México, ni a Perú, ni a Europa. La verdad no cuesta nada probar buena comida en este país. A la gente no le gusta ir al Mercado Central porque dice que la van a asaltar o que ahí quién sabe cómo cocinan, pero es de la comida más rica que van a probar en este país. Incluso las ferias. Ya la gente no va a ferias”, expresó.
“Quieren ir a la Hacienda Alsacia (de Starbucks), pero no van a la finca que tiene el abuelo hace 100 años, que tiene café también”, concluyó Alpízar, el joven que entendió a la cocina como el lugar donde se es feliz, mientras conquista las redes sociales con respeto y amor por la cocina de su tierra.