En una época, la televisión por cable compitió ‘‘taco a taco’’ con mi biblioteca. Mi horario paralelo al laboral pasó a ser el primario. Mi día consistía en ver programas de cocina, cocinar y leer.
Tenía la dicha de que mi esposa trabajaba y cuando ella llegaba a la casa le decía que ‘‘el futuro de nuestra familia sería la cocina, no la escritura’’.
Al cabo de un año, el pantalón no me cerraba bien y seguía leyendo y escribiendo al lado de la cocina.
Tras cinco años tratando de distribuir mi tiempo entre series de cocina, teleseries y mi biblioteca, puedo decir que el punto exacto entre narrativa, reality show, diseño de interiores y muebles, lo tiene The Great British Bake Off (GBBO).
El programa se resume en tres etapas a las que son sometidos los concursantes: una “horneada” de autor, un desafío técnico y un final espectacular.
En cada capítulo se elimina un concursante hasta llegar a la gran final donde quedan tres. En este punto, la tensión es brutal.
Pocas veces un carbohidrato genera más movimiento que una visita al gym. Y esto es lo que sucede en GBBO cuando se acercan las horas finales de sacar del horno el queque y, luego, afrontar el juicio que definirá si hay que irse a la casa o seguir cocinando.
Existe un acercamiento a las nuevas formas de narrar fuera de la pantalla del televisor que solo nos lo permiten los programas de cocina.
Porque, claro, es más fácil salir a cocinar un hermoso pastel después de un episodio de GBBO que cocinar metanfetamina luego de ver a Walter White en Breaking Bad.